Tras el estrépito de las mil voces de indignación por la atrocidad del asesinato de la niña Yuliana Samboní y el espanto generalizado por la contextualización con la frecuencia de las agresiones sexuales y crímenes contra menores, se percibe un vacío de reflexión. Indignación a grandes gritos contra el abusador individualizado, pero silencio total sobre las redes de explotación sexual y de pornografía infantil. ¿Se trata de un asiduo comprador de servicios sexuales que inexplicablemente modificó sus preferencias y que sufrió un episodio de ocasional y gravísimo desvario, o en verdad de un abusador habitual que se excedió más allá de los límites y ahora se lamenta de su pérdida de autocontrol? ¿Importa en realidad el perfil y la elevación social del asesino? Nos han acostumbrado a decir que el abuso sexual conocido comúnmente culpabiliza a algún integrante del entorno de la víctima que cede a su pulsión y la ataca de forma habitual, hasta que eventuaalmente es denunciado. ¿Pero no hay otra versión del abuso, en esta tierra del realismo mágico o solo existió en la imaginación de García márquez, la Cándida Eréndira y su Abuela Desalmada? ¿Qué saben los investigadores colombianos del crimen organizado alrededor del sexo? ¿Tanta dedicación a la lucha contra las drogas les habrá impedido conocer de tal actividad ilegal, que trafica con seres humanos en escalas, proporciones y escenarios inimaginables? F
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