Las calles de Novita, Sipí, Puerto Meluk, Docordó, Yuto, Condoto, Riosucio… y hasta Quibdó, todas despertaron enmudecidas. No es un paro, es un secuestro masivo. No hay decretos oficiales, ni estados de emergencia. Solo un departamento atrapado, más de 550.000 almas confinadas en su propia tierra, sin rutas de escape, sin opciones.
El Ejército de Liberación Nacional (ELN) decretó un paro armado total en el Chocó por 72 horas, paralizando cada municipio, cada vereda, cada río. Desde el 18 de febrero de 2025, la orden de confinamiento no provino del Estado, sino de un grupo armado. No hay tránsito en carreteras, los ríos están enmudecidos por la ausencia de embarcaciones, los aeropuertos se han convertido en territorio exclusivo de quienes pueden pagar cifras exorbitantes por salir. El Chocó entero quedó convertido en una celda sin rejas.
Las escuelas han sido clausuradas, el hospital es una antesala de la muerte, el comercio es un recuerdo borroso. Aquí no gobierna la Constitución, aquí manda el fusil. No es solo un paro armado. Es una cruenta guerra sin nombre.
No lo dirá el Presidente en sus discursos, no será tema de urgencia en el Congreso, pero aquí, en el Chocó, se combate todos los días una guerra que no da tregua. Desde hace semanas, los ríos San Juan y Baudó han sido devorados por el conflicto. De un lado, el ELN; del otro, el Clan del Golfo; en medio, un pueblo entero atrapado entre el plomo y el silencio de un gobierno indolente.
Las aguas que ayer transportaban canoas cargadas de plátanos y pescados, hoy están manchadas de sangre. Los disparos resuenan en las montañas y selvas, el eco de la violencia se extiende por las quebradas. No hay refugios, no hay evacuaciones, no hay protección humanitaria. Y en esto: el gobierno solo calla. Y el que calla…
La gobernadora del Choco ha sido clara: “El departamento está ¡secuestrado!” Pero en Bogotá, la respuesta es la misma: impavidez, indolencia, inservibilidad.
En el Chocó no hay autopistas, hay dos intentos de carreteras conectadas a los surcos de barro que conducen a nuestros pueblos, pero estas se encuentran clausuradas por la guerra. Los ríos y quebradas controlados por los fusiles. Solo queda el aire. Pero el aire es un lujo. Un vuelo desde Quibdó a Medellín o Bogotá puede costar hasta $1.659.850 pesos; en Satena: $523.400 COP; en Avianca y Clic: desde 385.330 COP hasta 1.659.850 COP.
Para el campesino sin cosecha, para el pescador sin río, para el estudiante sin clases, ese precio no es un pasaje. Es una sentencia. El que puede pagar, huye. El que no, se resigna a la espera de lo inevitable.
¡El cerco, como se ve, es total! El campesino ve cómo el arroz, el plátano, el banano y el pescado se pudren en los cultivos y en las canoas. No hay transporte, no hay comercio, no hay cómo sobrevivir.
Los mineros que trabajan con batea y almocafre no pueden descender al río. No los de las dragas impuestas por la violencia, sino los que por generaciones han encontrado, en las entrañas de las platinadas playas, su básico sustento. Hoy el río no es una fuente de vida. Es una fosa. El hambre llegó antes que la presencia estatal.
A este dantesco panorama se suma la crisis del Hospital Departamental San Francisco de Asís, la última y obligada escala antes del cementerio. Está intervenido por el gobierno nacional, pero nada ha cambiado. No hay medicamentos, no hay equipos, no hay forma de salvar vidas.
Aquí la gente no muere. Aquí el Estado la deja morir. No es la enfermedad la que mata. Es la indiferencia del Estado la que nos secuestra y nos asesina. La mañana del jueves 20 de febrero, en el barrio Medrano de Quibdó, apareció una pipeta de gas con los emblemas del ELN. No explotó, pero no hacía falta. Otro mensaje claro: Aquí manda el terror.
Pedro, un vendedor ambulante, lo dice con temor:
“Acá nosotros ya sabemos que aquí no hay orden, pero ver eso en la calle, en pleno día, nos deja claro que nadie los frena.”
Escenas como esta se reiteran en todo el Chocó, no somos Gaza, tampoco Catatumbo, nuestra crisis superó en tiempo y afectaciones cualquier otro fenómeno social, cualquier otro número de Víctimas: 550.000 habitantes
No somos un tema de interés internacional. No generamos una crisis diplomática. No somos el nombre de un secuestrado en una negociación de paz. Somos más de medio millón de negros, indígenas y mestizos sitiados en nuestra propia tierra. Aquí no hay embajadores gestionando nuestra libertad. Tampoco hay un presidente rogando por nuestra vida en foros internacionales.
Hace poco, el gobierno pidió la mediación de un emir para liberar a un ciudadano colombo-israelí secuestrado por Hamás. Nos unimos a ese llamado, porque todas las vidas importan. Pero aquí no necesitamos cartas diplomáticas. Solo requerimos que el gobierno haga su trabajo. No pedimos. Lo exigimos.
El Chocó no es un conflicto pasajero. Es una herida abierta en el mapa de Colombia. La realidad solo se comprende desde dentro. Caminar calles vacías, ver puertas cerradas, percibir el peso del silencio. Pernoctando nuevamente en una de nuestras más humildes casas.
No pedimos milagros ni discursos grandilocuentes. Pedimos lo básico: seguridad, justicia, dignidad.
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