Si fuera un bebé, ya estaría gateando. Si fuera running, ya hubiera terminado mis 10 kilómetros, (lo intenté un domingo, algo que, por gusto, no volvería a repetir). Si estuviera saliendo con alguien, ya ondearía en la pregunta de: “Oye, ¿tú y yo qué somos?” (¿Es solo el efecto domingo o en verdad siento la necesidad de encontrar el amor?). Pero no, es solo el tiempo de sobra que podría tener cualquier otro día de la semana, pero que el domingo transforma en algo extraño.
¿Qué tienen los domingos? ¿Cuál es su objeto? Hay formas bastante usuales de comprenderlo: se le camina, se le duerme o se le lamenta y sobrepiensa. En mi caso, puede que las tres siempre estén. Caminar en un apartamento silencioso (porque todos se levantan después de las 9), mientras atravieso el pasillo, atravieso dudas, y las incontinencias del clima ayudan a… no sé, reflexionar y sentir un domingo vacío sin quererlo. Como si la semana hubiera barajado ya todas nuestras cartas y, cuando se llega al domingo, nos tocara hacer el balance de lo que queda en la mano.
Dicen que la cotidianidad es un verso que se escribe en rutina, pero ¿cuáles de esas rutinas nos quedan los domingos? Algunos los usan para hacer tareas o procrastinarlas, y otros para pensar en que, si hubieran querido, hubieran sido personas con una vida deportiva e incluso más social. De esas que se levantan temprano para trotar en parques llenos de familias en planes dominicales: niños gritando, papás tratando de controlar el caos y abuelas opinando sobre todo con una autoridad inexplicable. También están los que se someten al ritual del almuerzo familiar, donde se reencuentran con primos que solo ven en bautizos y funerales. Y yo, esta vez, decidí escribirle al domingo, algo tan inusual.
El domingo es el recordatorio de todo lo postergado: mensajes sin responder, libros a medio leer, el plan de madrugar que nunca se cumplió y las ideas que, en una semana acelerada, no encontraron forma. Es un limbo entre el descanso y la incomodidad de tener demasiado tiempo libre para pensar.
A veces, también funciona como un espejo distorsionado. Nos devuelve una imagen de nosotros mismos que el resto de la semana queda oculta entre listas de pendientes, reuniones y distracciones. De pronto, aparece la sensación de disociación, esa extraña distancia con la propia vida, como si viéramos desde afuera todo lo hecho (o lo que quedó sin hacer) y nos preguntáramos si realmente estamos donde queremos estar. Se siente como un espacio en pausa, un umbral entre la inercia del pasado y la ansiedad del futuro.
También es un día de intentos. Intento de orden, de organización, de promesas vagas sobre la semana que viene: “El lunes empiezo”, “Esta vez sí me levantaré temprano”, “Voy a terminar ese libro”, “Voy a comer mejor”. Pero, en el fondo, sabemos que muchas de esas promesas quedarán flotando en el aire, como cada domingo que se repite y se escapa en la misma inercia de siempre.
Así que ahí está el objeto del domingo (o el mío, creería): ser una pausa incómoda, un intermedio raro en el que se camina, se duerme, se llora, o se escribe, como hoy. No porque sea necesario, sino porque, al parecer, el domingo también obliga a darle vueltas a la vida en una página en blanco. Y quizás, al final del día, eso sea suficiente.
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