Así cayó alias La Burra, la asesina que se protegía con brujería para evadir la cárcel

Lideraba una red de microtráfico, coordinaba crímenes y consultaba la santería antes de cada golpe. Su fe era su escudo. Pero esta vez no funcionó

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mayo 20, 2025
Así cayó alias La Burra, la asesina que se protegía con brujería para evadir la cárcel

A Kirly Dayanna Solano Hernández la llamaban La Burra, quizá porque cargaba con los muertos. O con la mercancía. O con la culpa. Era pequeña, curtida, con una mirada que a veces parecía ida y a veces parecía feroz, como si hablara con alguien que no estaba. A sus 32 años, al parecer tiene más muertos a cuestas que muchos jefes de guerra. Casi treinta, dijeron los que la atraparon. Treinta vidas como si fueran treinta monedas. Treinta disparos de aviso.

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La atraparon en Floridablanca, una ciudad que a veces se vende como turística, pero que también tiene sus sombras. Cayó con una tonelada y media de droga, con armas, con dinero, con cuadernos donde, según dijeron, anotaban lo que no debía contarse. Pero lo más raro, lo que hizo fruncir cejas y levantar cámaras, no fue la droga ni los cuadernos. Fue lo otro. Velas negras. Amuletos. Escobas de ramas secas. Cruces invertidas. Un altar a lo oscuro.

Porque alias La Burra, además de mandamás de los malos, creía. Y no en la justicia, sino en la santería. Decían los policías que usaba rezos para hacerse invisible, que se untaba ungüentos antes de salir, que consultaba con una bruja antes de cada entrega. Como si la protección viniera de los santos africanos y no de las pistolas. Como si la justicia no pudiera cruzar la brujería para atraparla.

Era la heredera del negocio. Cuando capturaron a Poporro, el capo que manejaba la banda desde México, y a Carnal, otro de los jefes, ella se quedó con los hilos. Los movía con firmeza: al parecer dirigía las rutas, decidía quién moría, quién cobraba, quién caía. En el sur de Bucaramanga y sus alrededores, su nombre era sinónimo de miedo y obediencia. Una mujer, en un mundo de hombres, que hizo de la muerte una logística.

Los del Sur, el grupo al que dicen que pertenecía, no vendía solo droga: vendía dominio. Controlaban barrios, esquinas, colegios. Los adolescentes que antes jugaban fútbol ahora corrían mensajes, transportaban paquetes. A veces con la complicidad del silencio. A veces porque no había otro camino.

Cuando los policías entraron a las veredas de Helechales y Casiano Bajo, encontraron droga, claro. Pero también encontraron una manera de vivir la violencia como si fuera religión. Encontraron, quizá sin quererlo, el altar íntimo del crimen: el lugar donde las balas se bendicen y los muertos se conjuran. La justicia, dicen, no cree en brujerías. Pero ella sí. Hasta el final.

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