Hay un proverbio somalí, citado en varios cuentos de Hemingway, que enseña que al León se le teme tres veces: la primera, cuando uno ve las huellas que dejó en la arena, la segunda, cuando lo escucha rugir y la tercera, cuando se nos abalanza. Es una ejemplificación de las etapas de miedo. Sin embargo, en la práctica cotidiana, sucede que, con solo ver las huellas, ya nos sentimos derrotados y nos privamos del deleite de luchar con él.
A veces parece que nos rendimos a destiempo en la batalla. Franklin, en su faceta pesimista, decía que la mayoría de hombres muere a los 26 años, pero los entierran a los 72; indicando esa suerte de derrota moral tempranera que sufrimos. El escritor ruso Antón Chéjov era un poco más generoso y sentenciaba que la bancarrota emocional nos llega a los 35 años.
Todos, en algún momento, hemos trasegado, como decía Rulfo, “simulando estar vivos”, algo que al final no es tan malo. Precisar la felicidad como una cadena ininterrumpida de satisfacciones y placeres, sería entender la vida bajo un tamiz de vulgaridad.
Algunos explican la felicidad como ese payaso que pide silencio al auditorio porque va a contar un “chiste buenísimo”, pero, al final, no causa ninguna gracia y uno termina aplaudiéndolo nomas por respeto. La felicidad tiene una reputación mal ganada. A veces es necesario, incluso, apagarse y resucitar todos los días, emular al Fénix y resurgir de las cenizas. Pero hay algo que sí es cierto, no hay que sustraerse jamás de la obligación moral de pelear con el León; si morimos antes, que sea batiéndonos en la arena.
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