Opinión

El golpe que llegó después

El testimonio desgarrador de una niña que llora no por los golpes del pasado, sino por el vacío de una sentencia que condena al padre que había reparado su error

Por:
julio 10, 2025
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Había una vez una niña que no sabía que tenía memoria. Tenía cinco años, hablaba y vivía como las niñas que descubren el mundo desde los juegos. Sus padres estaban separados, por lo que a veces la niña estaba con mamá, a veces con papá. Esa semana estaba con él, en una casa de Bogotá donde había juguetes regados, leche a medio tomar y alguna discusión antigua que dormía en las paredes.

Una tarde de esa semana, el padre, don José, así lo conocían en el barrio, se llenó de rabia. Tal vez fue porque la niña desobedeció y eso terminó convertido en un detonante. Tal vez la vida lo tenía cansado. Tal vez sentía ese revoltijo en la cabeza y en el alma, eso que pita en los oídos y deja los ojos pesados: esa rutina que nos deja exhaustos, sin ánimos para seguir mirando de frente los problemas que se acumulan y se acumulan… hasta que todo explota. Nadie lo sabe bien.

Lo cierto es que ese día, él perdió los estribos y terminó usando ese antiquísimo “psicólogo” de los padres antiguos para corregir a la estirpe. A don José se le nubló la cabeza, se le acabaron las palabras, y terminó usando, en contra de su hijita inocente, esa maldita correa. La niña lloró. Y en su cuerpo, que apenas empezaba a dibujar la infancia, quedaron marcados los rastros de cada fuetazo espetado al unísono con un regaño. Las marcas aparecieron en la escápula, el muslo, el glúteo. Ocho días de incapacidad, dijo el médico. Ocho días jugando, pero con ropa que tapara las marcas.

La madre llegó, vio las huellas y la llevó al Instituto Colombiano de Bienestar Familiar. La niña dijo algo. La madre también. Hubo papeles, declaraciones, médicos. La Fiscalía tomó nota… y no actuó rápido. El caso entró en fila, puesto en una banda mecanizada lenta y defectuosa de producción industrial. Solo que allí, en esa fábrica que persigue el delito, el producto sale muy de vez en cuando, a paso lento, y sin garantía.

Pero como en tantos cuentos tristes, el reloj de la justicia empezó a caminar mucho más lento que el tiempo de las personas. El juicio se aplazó, se postergó, se llenó de excusas. Pasaron los días, y luego los años. Y mientras tanto, la niña creció y la herida en la memoria cicatrizó.

José, durante todo ese tiempo de juzgados y audiencias, no volvió a ser violento, tuvo otra pareja,  trabajó. Quizás aprendió a hablar sin gritar. Nadie volvió a acusarlo. Nadie volvió a registrar heridas. La niña creció con cicatrices que no se notaban. Muchos crecimos con ellas. Fue al colegio, tuvo amigos, tuvo fiestas de cumpleaños, la primera comunión, hizo las tareas, pasó siete u ocho años escolares, tuvo presentaciones de clausura, siete u ocho navidades y años nuevos con papá o con mamá.

Nueve años después, cuando su cuerpo y su corazón estaban llenos de preguntas nuevas, ad portas de cumplir los anhelados 15, un juez firmó la condena en contra del padre. Seis años de cárcel para José. Y seis meses sin patria potestad. La sentencia es tan impecable como implacable. La ley lo dice claramente: aquel evento de los fuetazos fue violencia intrafamiliar. Fue agravada. Fue real.

Y entonces, la niña, ahora de 14, volvió a llorar, pero ahora, este golpe cambiara su vida para siempre, no por los juegazos que olvidó, sino por el vacío que la sentencia traerá en el presente. Porque su padre, el de hoy, el que cambió, el que restauró el daño, no el de aquel día;  ya no estará más. Porque la justicia, al fin, había llegado…

Quizás demasiado tarde. Llega no para proteger a la víctima, sino para decirle que metiendo a la cárcel a su padre, justo antes de su fiesta de 15 años, solo lo volverá a ver cuando tenga 21.

¿Qué repara esa condena si destruye el vínculo paterno-filial que ya había sido enmendado por el amor del padre y de la hija?

¿De verdad eso es justicia? ¿Qué repara esa condena si destruye el vínculo paterno-filial que ya había sido enmendado por el amor del padre y de la hija?

La justicia penal, tal como la conocemos, está hecha para castigar. Su lenguaje es el de la sentencia, la condena, la prisión. Mide las penas en años y las respuestas en procesalismos. Pero hay otras formas de justicia, más humanas, más complejas, más valientes. Una de ellas se llama justicia restaurativa.

No se trata de perdonar al agresor, ni de tapar los delitos con flores o abrazos ficticios. Se trata de mirar el daño de frente, de preguntarle a la víctima qué necesita para sanar, y de exigirle al responsable algo más difícil que ir a la cárcel: hacerse cargo del dolor que causó.

En los delitos cometidos dentro de la familia, la justicia restaurativa no es una alternativa “suave”. Es una salida más exigente, más cuidadosa y, muchas veces, más reparadora. Porque donde hubo afecto y convivencia, también puede haber reconstrucción y perdón.

Hubiera bastado con preguntarle a la adolescente de este cuento si quería reconstruir el vínculo con su padre, o si ya estaba reconstruido, si necesitaba una reparación simbólica, un acompañamiento, una verdad dicha con humildad. Hubiera bastado, quizás, con que la justicia llegara a tiempo.

Este no es un cuento, es una opinión sobre la Sentencia SP1648-2025 (Radicado 60569) de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia, emitida el 18 de junio de 2025, que me permite afirmar con fuerza y convicción la urgente necesidad de que la justicia restaurativa prime en todos los asuntos relacionados con la justicia familiar, salvo en aquellos en los que el daño sea irreparable.

@HombreJurista

Del mismo autor: ¿Quién quiere silenciar a Colombia?

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