Opinión

Cuando el enfoque de género olvida a los hombres

El enfoque de género ha protegido a muchas mujeres, pero hoy también silencia a hombres víctimas, en una injusticia que nadie quiere ver

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julio 17, 2025
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Hace unos días publiqué una columna sobre justicia restaurativa en un caso complejo: un padre que, cuando su hija tenía cinco años, le dio unos fuetazos como forma de castigo. Años después, cuando la menor estaba a punto de cumplir quince y la relación paterno-filial se había transformado gracias a procesos de reparación, ese mismo hecho terminó siendo judicializado con una sentencia que rompió los avances logrados. Lo que más me sorprendió no fue la sentencia, sino los comentarios que recibí tras su publicación. Muchos lectores, hombres y mujeres, me escribieron algo que se repetía como eco: “¿Y si la que le hubiera dado los fuetazos hubiera sido la madre? ¿También la habrían condenado?”

Esa pregunta me dejó pensando. No tenía una respuesta inmediata. Así que escuché, pregunté, volví a escuchar. Lo que encontré no fue una teoría, sino una realidad silenciosa. Hombres que han sido agredidos por sus parejas, insultados, amenazados, controlados. Hombres que han sido separados de sus hijos mediante chantajes emocionales, instrumentalización judicial, falsas denuncias. Hombres que acuden a la Fiscalía o a una comisaría de familia y reciben miradas de desconfianza o, peor aún, respuestas burlonas: “¿Pero usted cómo va a dejarse de una mujer?”, “Eso no es violencia, eso es que usted no pone límites”.

Lo que descubrí fue un patrón. Un sistema institucional que, en su legítimo intento de proteger a la mujer, ha desarrollado una presunción implícita: que los hombres son siempre los agresores y las mujeres, siempre las víctimas. Y cuando esa presunción se instala como lente para interpretar cada historia, los matices desaparecen.

Entonces, la mujer que grita, que insulta, que manipula emocionalmente, que amenaza con quitar a los hijos o que difama al padre en redes sociales, no es vista como una agresora, sino como una madre dolida, como alguien que “está sufriendo”. Pero si ese mismo comportamiento lo ejerce un hombre, el sistema se activa: compulsa de copias, medida de alejamiento, diligencia inmediata.

Hay ejemplos que parecen sacados de una novela, pero ocurren todos los días. Una mujer que, tras una separación, comienza a enviar decenas de mensajes de voz insultando a su expareja, ridiculizándolo por su economía, su aspecto, su rol de padre. Él los guarda. Va a la Fiscalía. Le dicen que no hay lesiones, que no hay prueba de daño real, que eso “es parte del proceso de duelo”. Sin embargo, si los audios fueran de él, si usara palabras similares, sería investigado por violencia psicológica o ciberacoso.

Hay madres que usan a los hijos como escudo, como castigo, como moneda de poder

Hay madres que usan a los hijos como escudo, como castigo, como moneda de poder. Les prohíben ver al padre, interrumpen las llamadas, les cuentan mentiras como “tu papá no quiere verte”, o simplemente bloquean su contacto. El hombre acude a la comisaría: le piden pruebas. Le dicen que eso es un tema civil, que debe esperar meses a que un juez de familia fije una audiencia. Mientras tanto, el vínculo con su hijo se disuelve. Si el caso fuera al revés probablemente habría una medida de protección inmediata y un llamado urgente a conciliación.

Esto no significa que la violencia contra la mujer no exista ni que no deba ser combatida con firmeza. Lo que significa es que, en nombre de un enfoque necesario, no se puede negar otra forma de dolor. Que proteger a las mujeres no debería traducirse en ignorar a los hombres. Que no hay perspectiva de género verdadera si no contempla también el derecho de los hombres a ser reconocidos como víctimas.

El enfoque de género, entendido como herramienta de equidad, debería servir para corregir desigualdades, no para crear nuevas. Pero hoy, en muchas fiscalías y comisarías, el género del denunciante determina el trato, el valor probatorio, la respuesta institucional. Y eso, aunque no lo digamos abiertamente, es una forma de discriminación.

¿Qué le pasa al sistema cuando ve llorar a un hombre en la audiencia? ¿Qué le pasa al fiscal cuando escucha que el padre fue insultado frente a su hijo, o que fue objeto de una denuncia falsa? ¿Qué hace la institucionalidad cuando una mujer utiliza su rol maternal para manipular, chantajear, destruir emocionalmente a su expareja? La mayoría de las veces no hace nada. Porque hay un prejuicio que lo paraliza: el prejuicio de que un hombre fuerte no puede ser víctima. Que un hombre siempre puede defenderse. Que el daño que le hacen no es tan grave. Que el sufrimiento masculino no merece la misma atención.

Pero sí lo merece. Porque el dolor no tiene género. Porque la humillación, el desprecio, el chantaje emocional, el uso arbitrario de la justicia como arma, la imposibilidad de ver a los hijos, los insultos sistemáticos, son también violencia. Porque el Estado debe proteger a quien sufre, no solo a quien encaja en una categoría prediseñada. Y porque si de verdad queremos construir una sociedad más justa, no podemos seguir ignorando al 50% de la población cuando acude en busca de ayuda.

No se trata de negar lo ganado. Se trata de completarlo. Se trata de entender que la violencia no distingue entre hombres y mujeres, pero el sistema sí lo hace. Y ahí radica el verdadero problema.

@hombrejurisra

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