La muy reciente Opinión Consultiva OC‑32/2025 de la Corte Interamericana de Derechos Humanos no es un manifiesto ambientalista, ni un regalo para activistas. Es, ante todo, una herramienta jurídica que protege a toda la sociedad, ciudadanos, empresas y al propio Estado, frente al mayor riesgo común de este siglo: un clima que sigue degradándose. Con esta decisión, el derecho a un clima sano deja de ser un ideal y se convierte en una obligación exigible en cualquier tribunal colombiano.
No se trata de un derecho ni un argumento “de los mamertos”, como algunos caricaturizan. Es una garantía que da seguridad jurídica. Una empresa que invierte en infraestructura energética o agrícola necesita saber que las reglas ambientales no van a cambiar de la noche a la mañana por una crisis climática mal manejada. Un municipio que construye viviendas en zona costera debe asegurarse de que el plan urbano considere riesgos de inundación y tenga soporte técnico, para evitar que un juez paralice la obra o que una comunidad demande por daños futuros. Y una familia que vive en una región de sequías recurrentes necesita que las políticas de agua incluyan planes de adaptación, para no quedar a merced de camiones cisterna o de conflictos politiqueros y corruptos.
La Corte IDH, al declarar que el clima es un bien jurídico protegido y autónomo, ordena a los Estados cumplir tres deberes claros:
El primero, la obligación de respeto, que prohíbe permitir actividades que causen daños significativos al sistema climático amenos que se estructuren salvaguardas o protecciones estrictas. Esto beneficia también al sector privado, porque obliga a que los proyectos se diseñen desde el inicio con evaluaciones serias y sin riesgos de litigios paralizantes.
El segundo, la obligación de garantía, que exige políticas de mitigación y adaptación con base en ciencia actualizada, planes nacionales claros y protección de esponjas de dióxido de carbono. Así, las empresas saben a qué atenerse: se reducen los vaivenes regulatorios y se promueve una competencia leal.
El tercero, la obligación de cooperación, que fomenta financiamiento internacional, transferencia tecnológica y protección de defensores ambientales, un punto vital para evitar conflictos sociales que terminan bloqueando operaciones legítimas.
La Corte también reconoció que la Naturaleza es sujeto de derechos, ya la Corte Constitucional de Colombia ha venido desarrollando ese reconocimiento; con ciclos y procesos que deben respetarse. Esto no convierte a los jueces en activistas, sino que les da un criterio objetivo: proteger ríos, bosques o humedales porque su degradación multiplica riesgos económicos y sociales, desde pérdida de turismo hasta crisis agrícolas.
Además, la Corte IDH, fijó un estándar de debida diligencia reforzada: el Estado no puede limitarse a “hacer algo”, debe demostrar que previene daños irreversibles, so pena de responsabilidad internacional.
El Estado no puede limitarse a “hacer algo”, debe demostrar que previene daños irreversibles, so pena de responsabilidad internacional
Para los jueces colombianos, de todos los niveles, esto cambia la manera de decidir. Un juez administrativo que estudia una demanda por la desviación de un río para un cultivo debe verificar no solo si hubo licencia ambiental, sino si se consideraron los impactos climáticos. Una jueza civil que conoce una acción popular por deforestación debe analizar si el Estado cumplió su deber de proteger esa esponja de carbono y de planificar la restauración. Un magistrado penal que investiga amenazas a líderes ambientales debe aplicar el estándar interamericano que ordena proteger a quienes defienden bienes colectivos críticos para la estabilidad social.
Y hay un efecto práctico que beneficia a todos: seguridad jurídica y prevención de crisis. Con un marco claro, las empresas pueden anticipar obligaciones, reducir riesgos de demandas multimillonarias y proteger su reputación. Las comunidades saben que pueden acceder a la justicia sin años de litigio. El Estado evita sanciones internacionales por inacción y puede gestionar mejor los conflictos antes de que estallen.
La OC‑32 también obliga a modernizar la justicia procedimental: jueces constitucionales, contenciosos y ordinarios deberán garantizar acceso real a la justicia climática, flexibilizar cargas probatorias y promover participación ciudadana. Esto no es un favor a ambientalistas, sino un mecanismo para que las disputas se resuelvan con orden y no en las calles o mediante bloqueos que afectan a todos.
El impacto será inmediato. Comunidades afectadas por sequías inducidas por deforestación, barrios inundados por obras mal planificadas o empresas bloqueadas por conflictos socioambientales podrán invocar este derecho para exigir planes de adaptación, restauración y reglas claras. Y los jueces deberán aplicar ciencia, precaución y proporcionalidad, equilibrando derechos individuales, colectivos y económicos.
En Colombia, este marco es un reto y una oportunidad. Reto, porque obliga a todos los jueces, no solo a la Corte Constitucional, a actualizar sus criterios, integrando ciencia climática y estándares interamericanos. Oportunidad, porque permite consolidar decisiones más predecibles, evitar crisis sociales y dar confianza a inversionistas y comunidades.
La justicia climática, lejos de ser un capricho ideológico, es ahora un mandato jurídico que estabiliza la convivencia y la economía. Ignorarlo no solo pone en riesgo derechos humanos, sino contratos, empleos y la propia gobernabilidad. Y todos los jueces colombianos, desde los que resuelven una tutela hasta los que dictan precedentes, tienen ya una brújula: el clima, como derecho autónomo, es el punto de partida para que cualquier otro derecho tenga futuro.
@hombrejurista
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