Colombia, incluso con repercusiones internacionales, se agita hoy profundamente como consecuencia de la condena contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez. El lenguaje empleado por sus adversarios y seguidores ha subido enormemente de tono, particularmente del lado del sentenciado, de donde han provenido las peores sindicaciones contra la juez y el senador Cepeda. Es el síntoma de los tiempos que corren.
En Colombia el poder ha gozado de secular impunidad, pese a los sucesivos escándalos que haya suscitado. No es casual el hecho de que Álvaro Uribe sea el primer presidente condenado por la justicia colombiana, pese a todas las prácticas y artimañas empleadas para impedirlo. Estábamos en un país en el que ocupar la primera magistratura rodeaba de las más amplias garantías a su titular, gracias a la clase y los intereses que representaba.
Si el caso de Álvaro Uribe rompe con esa tradición, obedece a los extremos que sus actuaciones alcanzaron. Como suele decirse en el lenguaje cotidiano, el expresidente se pasó de calidad, asumió que su poder era omnímodo y que nada podría nunca afectarlo. Después de todo, había logrado esquivar cualquier responsabilidad por sus vínculos con la creación y actuación del paramilitarismo y sus abominables crímenes.
Por el caso de la Yidispolítica, probado en las más altas cortes del país, y por el que resultaron condenados su ministro y asesores más cercanos. Fue declarado judicialmente que su reelección estuvo viciada por objeto ilícito, que implicaba una nulidad absoluta, pese a lo cual, dado el tiempo transcurrido de su segundo mandato resultaba un imposible aplicarlo. Así también su responsabilidad como presidente en la realización de los llamados falsos positivos.
Es tanta la adicción de los grandes medios a defender a Uribe, quien los había rodeado de protección y privilegios, que el hecho de que la totalidad de los parlamentarios condenados en su momento por la parapolítica le fueran afines políticamente, incluso por parentesco muy cercano, resulta absolutamente ignorado, como si por sí mismo no fuera indicativo de la existencia de un proyecto político encabezado por él y perversamente criminal.
La impermeabilidad de Uribe a la ley y el derecho había soportado las más diversas pruebas. Incluso con maniobras, como la de haber renunciado a su condición de senador para evadir lo que avizoró como una inminente condena por parte de la Corte Suprema de Justicia. Se dice como si fuera fácil, se trataba del máximo tribunal judicial del país, la excelsa representación de la majestad de la justicia. Con un caso debidamente probado en su contra.
Para intentar luego que su amigo, el fiscal Barbosa, consiguiera, por intermedio de uno de sus fiscales títeres, solicitar y obtener la preclusión del proceso ante un juez ordinario. Así lo planearon, así lo daban por hecho, jugada que finalmente no salió. Y que, por el contrario, lo ha llevado a la condición en que se encuentra, sentenciado y condenado a la máxima pena. No puede ser, él lo controlaba todo, algo así en su contra resultaba inconcebible.
Sencillamente, el país no es el mismo de la seguridad democrática de Uribe
Sencillamente, el país no es el mismo de la seguridad democrática de Uribe. Algo pasó, que desarticuló la lógica reinante desde tiempos inmemoriales. Llama la atención que los seguidores y defensores de Uribe preparan desde ya una comparación con el caso de las antiguas FARC, para escandalizar con las condenas que recibirán los miembros de su último Secretariado, máximo de ocho años, sin privación de la libertad.
Sin reparar en la enorme diferencia. Los de las FARC firmaron un acuerdo de paz, dejaron las armas, se convirtieron en un partido legal, comparecieron voluntariamente ante la jurisdicción creada, la JEP, y han reconocido en forma sincera su responsabilidad, sea por acción u omisión, en los crímenes que se les imputan. Han pedido perdón, y en cuanto les es posible materialmente, contribuyen a la reparación de los derechos de las víctimas.
Ese Acuerdo revolucionó el país. Se trata de una justicia restaurativa. La misma que Álvaro Uribe debía aceptar. Prefiere negarlo todo, pese a las pruebas y condenas. Como Al Capone, finalmente atrapado por evasión de impuestos en su tiempo, cayó por un delito menor, comparado con sus otros pendientes. Sueña con apelación y luego casación ante la Corte Suprema de Justicia, la misma que sabe iba a condenarlo. Recurrirá entonces a la justicia internacional.
Perderá cada vez. Por la sencilla razón de que Colombia y el mundo, con todos los estremecimientos de un doloroso parto, ya no son los mismos. Soplan vientos de renovación, de cambio, de transformación. La presidencia de Petro es la mejor prueba. Por encima de sus contradicciones, avances y reveses, su sola existencia prueba que la clase tradicional ya no puede manejar las cosas como acostumbraba, que nunca volverán a ser las mismas.
Igual, quien lo creyera, hoy, el apoyo de los Estados Unidos, es signo más bien de vergüenza.
Del mismo autor: El viejo orden está llamado a perecer
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