Se cumplen tres años desde que Gustavo Petro asumió el mandato presidencial. Tres años desde que el pueblo eligió un proyecto político diferente, con la esperanza de empezar a cerrar las brechas que ha dejado un modelo excluyente, depredador y violento. Pero gobernar no es lo mismo que tener poder.
Petro gobierna, pero no ostenta el poder real.
—El poder real—, es ese que no se somete a elecciones y que permanece intacto en manos de quienes han controlado este país durante décadas.
El poder sigue estando en los grandes grupos económicos que dictan la política fiscal desde el banco de la República, desde los escritorios del privilegio; en los medios hegemónicos que moldean la opinión pública al servicio de sus propios intereses; y en las altas cortes, como la Corte Constitucional y el Consejo de Estado que se presentan como imparciales pero actúa como piezas clave del ajedrez oligárquico y político.
Y sin embargo, pese a todos estos cercos, este gobierno ha logrado avances importantes. Se está recuperando la reforma agraria, tan temida por los grandes terratenientes que han hecho de la tierra improductiva una herencia de violencia. Aumentó como nunca la inversión en educación pública. Asumió una posición ética frente a la crisis climática, alejándose de los negocios sucios del atractivísimo.
Ha intentado abrir el camino hacia una paz total, a pesar de que la paz, para muchos dentro del mismo Estado, no es una meta, sino una amenaza a sus negocios.
No ha sido fácil. Porque este gobierno no enfrenta una oposición ideológica. Enfrenta una alianza poderosa entre las élites, los viejos partidos, los medios de comunicación y sobre todo, la corte constitucional que actúa como actor político tumbado todo lo que huela a reformas sociales.
A esa alianza se suman los tránsfugas del cambio, personajes que se hicieron elegir con el discurso progresista, pero que en cuanto no pudieron controlar cuotas, contratos o presupuestos, se quitaron la máscara.
Hoy legislan del lado de quienes siempre han oprimido al país. Se oponen a toda reforma social. Le hacen eco a la narrativa mediática que busca convencer al pueblo de que el cambio ha fracasado. Pero el cambio no ha fracasado: ellos lo han saboteado.
Por eso es necesario nombrarlos con claridad, sin eufemismos: Paulino Riascos, que llegó como representante de los territorios olvidados del Pacífico, y terminó convertido en ficha del poder central.
Katherine Miranda, que usó la bandera de la educación y hoy milita contra el derecho a la salud y se ha opuesto a todas las reformas.
Katherine Juvinao, que se presentó como alternativa a la politiquería, pero ahora repite los guiones de la vieja clase dirigente, ella, quien aspira seguir ejerciendo sus rancias prácticas por 12 años. JP Hernández, que gritó contra la corrupción mientras tejía alianzas con lo más rancio del Congreso.
Y con ellos, otros que aún se disfrazan de progresistas, pero trabajan cada día para proteger los privilegios de los mismos de siempre. No los mueve la coherencia, ni la lealtad al pueblo que los eligió. Los mueve el cálculo, el puesto, el contrato. Son piezas funcionales del viejo poder, disfrazadas de renovación.
Sí, ha habido errores y son muchos. Y también ha habido casos de corrupción. Pero no es lo mismo encontrar corrupción que encubrirla o pactar con ella. Este gobierno ha sido claro: quien traicione la confianza del pueblo, deberá responder ante la justicia. Y eso marca una diferencia ética abismal frente a los gobiernos anteriores, que convirtieron el Estado en una empresa familiar y usaron el silencio institucional como escudo. La corrupción no llegó con Petro ya estaba allí... enquistada.
Aunque hay una dolorosa realidad, algunos llegaron ya con el alma podrida.
Tres años de gobierno. Tres años de resistencia. Tres años en los que se ha demostrado que el poder real no tolera la redistribución ni la justicia social, y que usará todos los medios —judiciales, mediáticos, legislativos— para frenar cualquier intento de transformación.
Pero también han sido tres años en los que millones han despertado. Han entendido que el cambio no depende solo de un gobierno, —sino de un pueblo organizado, informado y con memoria—.
La historia está en disputa. Y aunque los poderosos griten que el cambio fue un error, la verdad es que el cambio apenas comienza. Y no podrán detenerlo.
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