En la historia reciente de Colombia, pocos hombres representan de manera tan descarnada el dolor de la violencia como el doctor Miguel Uribe Londoño. Hace 34 años perdió a su esposa, la periodista Diana Turbay, víctima del secuestro y la barbarie del narcoterrorismo. Y en días recientes sufrió la tragedia irreparable de perder a su único hijo, Miguel Uribe Turbay, arrebatado por las mismas fuerzas oscuras que han marcado de sangre nuestra historia.
Pero Uribe Londoño no es solo un símbolo de dolor; es un hombre hecho a pulso. Padre y madre para su hijo, trabajador incansable, empresario exitoso, dirigente gremial y servidor público. Fue concejal de Bogotá y senador de la República por la lista de Salvación Nacional, el movimiento de Álvaro Gómez Hurtado, otro líder víctima de un magnicidio. No es un dato menor: haber compartido el ideario de quien nos habló de la urgencia de un “acuerdo sobre lo fundamental” otorga a Miguel Uribe Londoño una legitimidad histórica que no se improvisa.
Su vida ha sido forjada en la responsabilidad, la resiliencia y la fuerza de carácter que solo puede dar la adversidad. Conoce el país desde el dolor y desde la acción: lo ha vivido en carne propia, lo ha padecido como padre, y lo ha enfrentado como ciudadano comprometido con lo público.
Además, hay un mérito que pocos reconocen y que hoy debe ponerse en valor: fue el determinante detrás de cámaras de los éxitos políticos de su hijo. Siempre estuvo a su lado, aconsejándolo, guiándolo y sosteniéndolo, no para buscar protagonismo propio, sino para asegurar lo mejor para Miguel Uribe Turbay, para el país y para el Centro Democrático. Detrás de cada triunfo de su hijo —concejal, secretario de Gobierno, senador— estuvo la mano firme de un padre con experiencia, que sabía cómo hacer política con estrategia y convicción.
No es casualidad: Miguel Uribe Londoño también fue fundador del Centro Democrático, y desde allí dirigió campañas con éxito, como la de Cámara en Bogotá, donde obtuvo resultados contundentes que marcaron la diferencia en la consolidación del partido. Esa trayectoria confirma que su liderazgo no es improvisado; es producto de años de disciplina, conocimiento y compromiso con una causa.
Por eso, en estos momentos oscuros y peligrosos, Colombia necesita más que promesas; necesita experiencia. Y la experiencia de Miguel Uribe Londoño es, precisamente, la que puede marcar el rumbo. Su voz no es la de un teórico ni la de un improvisado: es la de quien ha visto cómo el país cobra con sangre la lucha por la justicia y la democracia.
Hoy, cuando la violencia amenaza de nuevo con desbordar la esperanza, es necesario un liderazgo que represente el dolor del pueblo, que transforme las lágrimas en fuerza política, y que tenga la autoridad moral para convocar a la derecha y al centroderecha en torno a un proyecto común: un nuevo acuerdo sobre lo fundamental.
Los sacrificios personales de Miguel Uribe Londoño no pueden quedar en el vacío. Por el contrario, son la base de una restauración nacional que urge emprender. En él convergen el dolor, la experiencia y el conocimiento para convertirse en el líder que encarne no solo la resistencia de un pueblo herido, sino también la posibilidad de un país que, al fin, se levanta sobre sus tragedias.
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