Antes de que las retroexcavadoras de las constructoras más grandes del país abrieran zanjas y las grúas empezaran a levantar torres, ese pedazo de ciudad al norte de Bogotá donde hoy van a construir la ciudadela Lagos de Torca, tenía otro rostro. Eran campos abiertos, haciendas que en el siglo XVII respiraban a punta de ganado, trapiches y cultivos. El paisaje que hoy se anuncia con maquetas, cifras millonarias y promesas de urbanismo llevaba otros nombres: Santa Cruz, Rosablanca, Los Sauces, San José. Pero esos en realidad eran los nombres de las haciendas que dominaron aquel territorio.
La Hacienda Santa Cruz fue, quizás, una de las más recordadas. En tiempos de la Colonia perteneció a la Compañía de Jesús, que entendía de rezos, pero también de agricultura. Los jesuitas convirtieron esas tierras en un emporio: reses pastando, maíz creciendo y palo de tinte que servía para teñir telas. Allí se trabajaba de sol a sol hasta que, como todo lo que les pertenecía, fue vendida. A mediados del siglo XVII pasó a manos de Juan García Fernández, un terrateniente que tenía propiedades por media sabana. Fue él quien levantó la casona principal que todavía se conserva en el barrio Compartir, en Suba. Ya no es hacienda, ni vivienda de hacendado: funciona como centro de bienestar, restaurada, como si aún guardara entre sus muros los secretos de aquella época. En ese entonces la finca era una referencia: buena carne, buenas cosechas, prestigio agrícola.

Más tarde los Fernández Bello, familia de abolengo que amasaba tierras como quien arma un rompecabezas, se hicieron dueños. Acumularon Santa Cruz junto a otras haciendas —El Cedro en Usaquén, El Salitral y San Rafael en Suba— hasta conformar dominios extensos que se estiraban desde Chía hasta el río Bogotá. Eran tiempos en los que tener tierra era tener poder, y los Fernández Bello parecían saberlo mejor que nadie.
Un poco más al oriente, sobre el terreno que hoy ocupan barrios como Tibabita y San José de Bavaria, estaba la Hacienda San José. Nació también en la Colonia, cuando Pedro Urre Tavisqui recibió las tierras a principios del siglo XVII. Allí se sembraba algodón y caña de azúcar, hasta que la hacienda giró hacia la ganadería. Con el tiempo, en 1880, la compró el general Gabriel Reyes Patria, y luego después de un par de negociaciones fue a dar, a manos de la familia terrateniente Fernández Bello.

La hacienda San José fue conocida porque allí se intentó mejorar la genética del ganado y consolidar una producción de carne para abastecer la ciudad que empezaba a crecer. De esa hacienda también aún queda la casona, en la carrera 84 con calle 152. Hoy no hay trapiches ni reses: el edificio se convirtió en la Casa de la Espiritualidad San José, administrada por las Hermanas de la Caridad de Santa Ana, donde se realizan convivencias y retiros religiosos. Entre calles asfaltadas y conjuntos residenciales, esa vieja construcción funciona como un paréntesis, como una memoria en piedra que se resiste a desaparecer.
Las haciendas Rosablanca y Los Sauces fueron también parte de ese paisaje. Se dedicaron, como las demás, a la agricultura y la ganadería. De ellas no quedó casi nada: la ciudad las devoró con su expansión, primero a punta de carreteras, luego con barrios enteros que borraron los linderos. Sus huellas sobreviven apenas en documentos notariales o en relatos que los viejos mencionan de paso.
Y el río Torca es otro de los protagonistas de este sector de Bogotá, el cual atraviesa toda esa zona, este río ya estaba allí mucho antes de que llegaran los jesuitas o los terratenientes. Nace en los cerros orientales y, bautizado por los indígenas con el nombre de un árbol que cultivaban, el guáimaro, sigue fluyendo hasta desembocar en el río Bogotá. A su lado sobrevive también el humedal de Torca, un relicto de agua y aves en medio de una ciudad que no deja de crecer.

Hoy, sobre esas mismas tierras, Bogotá levanta el proyecto urbanístico más grande de su historia reciente. Lagos de Torca se extiende entre la calle 183 y la 245, desde la carrera séptima hasta la ampliación de la avenida Boyacá. Son 1.803 hectáreas, el cinco por ciento del área urbana de la capital, que en los próximos veinticinco años recibirán 135 mil viviendas. De ellas, 38.900 serán de interés social, 30.540 de interés prioritario y el resto para estratos medios y altos. Cuando el proyecto esté terminado, se espera que vivan allí más de 448 mil personas: más que los habitantes de Manizales, Pereira o Montería.
El plan comenzó a hablarse en 2017, durante la administración de Enrique Peñalosa, y arrancó oficialmente en 2022 bajo el gobierno de Claudia López. Desde entonces ha despertado discusiones, críticas y expectativas. Para unos es la solución a la crisis de vivienda en Bogotá; para otros, una amenaza para los ecosistemas del norte y una muestra más de la voracidad urbana. Lo cierto es que, en ese pedazo de ciudad, las retroexcavadoras avanzan sin parar y el paisaje se transforma. Lo verde dejará de ser verde y pasará a convertirse en una mole de edificios y casas una tras otra.
Detrás de cada ladrillo que se pondrá en Lagos de Torca quedarán miles de historias enterradas. La de los jesuitas que sembraban maíz en Santa Cruz, la de los Fernández Bello que compraban tierras como quien colecciona trofeos, la de los trapiches que molían caña en San José, la de las haciendas que se extinguieron bajo el concreto. Hoy pocos recuerdan que antes de hablar de apartamentos y planes parciales, este lugar fue campo abierto, hacienda, cosecha y ganado
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