La oposición pide que el señor Gustavo Petro se someta a un examen toxicológico para verificar si es drogadicto o no. La escena parece sacada de una mala comedia política: quienes jamás han podido derrotarlo en el debate quieren reducirlo al chisme de pasillo.
Pero la pregunta que nadie fórmula es otra: ¿cuántos de los que hoy gritan con vehemencia “¡que se haga el examen!” Pasarían, sin temblar, la misma prueba?
Si de transparencia se trata, que los exámenes no se limiten al presidente. Que se practiquen en cadena a congresistas, magistrados, generales y expresidentes vivos. Las sorpresas serían monumentales: el senador que legisla entre brindis; el exmandatario que jamás soltó la copa; los congresistas que en privado celebran con el humo que en público condenan; o los togados que redactan sentencias con más alcohol en las venas que justicia en la conciencia.
El señalamiento contra Petro no nace de un interés real por la salud pública. Es un arma política, un intento de degradar la figura presidencial en el terreno de la sospecha. Lo curioso es que, si se aplicara la misma vara a quienes hoy se golpean el pecho, muchos quedarían expuestos en su miseria: algunos no pasarían un examen de alcoholemia en plena plenaria, y otros tendrían que dar explicaciones incómodas sobre amistades con carteles y padrinazgos oscuros.
El problema no es el consumo: es la doble moral. Quienes acusan son los mismos que jamás permitirían que la lupa se posara sobre ellos. El verdadero vicio que carcome a la clase dirigente no está en las sustancias, sino en su adicción al poder y a la hipocresía.
Un magistrado que esconde a su propio hijo, pagando silencios y comprando verdades, ¿no carga acaso con un vicio más profundo? El vicio de la hipocresía, de la doble moral, de creer que la ley es para los demás y nunca para ellos.
Porque esconder un hijo, negarle identidad y derechos, no es menos grave que una adicción química: es la adicción al prestigio falso, a la “imagen pulcra” construida sobre el dolor ajeno.
Ese es el tipo de examen que jamás se atreverían a enfrentar: un examen moral. Allí, más de uno saldría positivo en cobardía, mentira y corrupción. Así las cosas, que todos los altos funcionarios del Estado hagan fila, y que, en un acto de igualdad, demuestren qué tan “inmaculados” son; que demuestren que lo que condenan en público no lo practican en privado.
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