Sobre las tres de la tarde del 21 de agosto, Cali se estremeció. Un camión cargado con cilindros bomba estalló frente a la base aérea Marco Fidel Suárez y el aire se llenó de humo, gritos y sirenas. Vidrios rotos sobre las calles, cuerpos tendidos, vecinos sin entender qué había pasado. La cifra fue desgarradora: seis muertos, más de cincuenta heridos y la certeza amarga de que la guerra no se había ido: solo estaba agazapada.
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Detrás de ese atentado, señalan las autoridades, estaría el frente Jaime Martínez, una de las disidencias más temidas de las antiguas Farc. Un nombre que en Jamundí, en Cali, en los pueblos del norte del Cauca, ya no se pronuncia con ligereza. Porque para los campesinos es la organización que manda sobre la montaña, para las comunidades indígenas es la sombra que recluta a sus jóvenes, y para los expertos en seguridad es la mutación más feroz de una guerrilla que cambió fusiles ideológicos por dólares de la cocaína.
El nacimiento de un monstruo
La historia del Frente Jaime Martínez arranca en 2016, cuando Colombia celebraba la paz con abrazos y papelitos blancos. Mientras miles de excombatientes entregaban sus fusiles, un puñado de hombres en el Cauca decidió que la guerra les daba más réditos que la paz. Se reagruparon en los viejos corredores de Toribío, Caloto y Corinto. Volvieron a levantar trincheras, pero ya no para hablar de socialismo sino para custodiar cultivos de coca, cocinas de droga y las rutas que llevan al Pacífico.
Bautizaron al grupo con el nombre de un comandante caído en combate en el 2000. Y bajo esa bandera empezaron a crecer. Con alias Mayimbú al mando, la disidencia se transformó en un negocio aceitado: toneladas de coca exportadas, extorsiones a campesinos, asesinatos de líderes sociales, pactos con carteles mexicanos.

Cuando Mayimbú cayó en 2022, cuatro jefes —alias Marlon, David, Cristian y Brandon— se repartieron el botín. Le dieron al grupo una estructura flexible y conexiones globales. No eran ya guerrilleros nostálgicos de Marulanda: eran un engranaje de un cartel internacional.
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Hoy se calcula que tienen entre 900 y 1.200 hombres, pero con una logística que los hace parecer muchos más. Llevan gasolina a trochas sin carretera, mueven armas como quien traslada frutas, instalan minas en los Farallones, controlan corredores en Jamundí, Palmira y Pradera. Y, según analistas, producen hasta un quinto de toda la cocaína que circula en Colombia.
Un experto en seguridad lo explica con crudeza: “Pasaron de ser una guerrilla marxista a un cartel de drogas. Lo de las Farc es solo la marca”.
El brazo largo de Iván Mordisco
El Jaime Martínez no es un grupo suelto. Hace parte del Estado Mayor Central (EMC), la red de disidencias liderada por Iván Mordisco, el guerrillero que nunca aceptó dejar las armas. De los más de trece mil hombres que alguna vez tuvo las Farc, entre el 10 y 15 % no se acogió al proceso de paz. Se reagruparon primero bajo Gentil Duarte, y después Mordisco asumió el liderazgo.
Hoy, el EMC tiene presencia en por lo menos 22 departamentos y es considerado, junto al Clan del Golfo, la mayor amenaza de violencia en Colombia. El Comando de Occidente —que agrupa a frentes como el Jaime Martínez y el Carlos Patiño— es la cara más dura de esa estructura en Valle, Cauca y Nariño.
En el Cañón del Micay, donde la coca se cultiva desde hace cuatro décadas como si fuera maíz, el EMC manda desde hace años. Los campesinos de Argelia, Timbiquí y López de Micay cuentan que allí no hay otra economía posible, porque nunca hubo Estado. “Yo tengo 35 años y desde que tengo memoria convivo con la coca”, dijo alguna vez el alcalde de Argelia.
Ese cañón, con la mayor densidad de coca por metro cuadrado en el país, es la despensa que alimenta a la disidencia de Mordisco. Y desde ahí, con rutas hacia Buenaventura, los frentes mueven toneladas de droga.
Paz rota, tregua rota
El gobierno de Gustavo Petro apostó por negociar con Iván Mordisco. A comienzos de este año se amplió un cese al fuego que cobijaba a unos 3.500 combatientes. Pero las denuncias de reclutamiento forzado, asesinatos y hostigamientos no se hicieron esperar. En marzo, después de que la columna Dagoberto Ramos asesinara a una mayora de la Guardia Indígena en Toribío, el Ejecutivo suspendió el cese al fuego en Cauca, Valle y Nariño.
La tregua se rompió. Y los hechos del 21 de agosto en Cali parecieron ser un capítulo más de esa ruptura violenta. El atentado contra la base aérea no fue solo un acto terrorista: fue un mensaje de poder. Una demostración de que el Jaime Martínez, bajo el paraguas de Mordisco, puede golpear donde quiera, incluso en una ciudad de más de dos millones de habitantes.
Quién está detrás de la Jaime Martínez
El jefe de este frente sanguinario es otro hombre que se conoce muy bien en el suroccidente: Iván Jacobo Idrobo Arredondo, alias Marlon. En el consejo de seguridad que se realizó en la noche de este 21 de agosto fue señalado como el principal autor intelectual del atentado terrorista frente a la base aérea.
Marlon es el hombre que maneja rutas del narcotráfico que atraviesan el Cañón del Micay y ejerce extorsiones contra empresarios y hacendados en Jamundí y zonas aledañas a Cali. Su organización criminal también estaría detrás del secuestro del niño Lyan Hortúa, así como de secuestros y atentados anteriores en Cauca y Valle del Cauca.
El prontuario criminal de Marlon es extenso: tiene formación militar como explosivista y adoctrinador; ha sido cabecilla armado del frente ‘Jaime Martínez’ y del bloque ‘Isaías Pardo’, con influencia en varios departamentos estratégicos. En julio de 2025, las autoridades ofrecían hasta 1.000 millones de pesos de recompensa por su captura. Además, inteligencia militar lo ha identificado como descontento con el mando de Iván Mordisco, llegando incluso a calificarlo como un “parásito” y evaluar posibilidades de traición dentro de la cúpula disidente
En Jamundí, la gente sabe lo que significa vivir bajo la sombra del Jaime Martínez. La policía no entra a las veredas altas. Los puestos más cercanos están a horas de camino. El grupo incluso abrió su propia carretera ilegal hacia Buenaventura, invisible en los mapas oficiales, pero vital para su negocio. En Cali, su huella es distinta: atacan con bandas locales contratadas, como ocurrió con explosivos en un CAI en abril. Lo del 21 de agosto fue, quizá, el salto más alto en esa estrategia: llevar el miedo al corazón mismo de la ciudad.
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