Álvaro Leyva se retractó. Lo hizo tarde, presionado por tener que presentar pruebas que no tenía de su calumnia, y sin una pizca de vergüenza real. Después de andar por el mundo afirmando, con tono docto y voz pausada, que el presidente Gustavo Petro era un “drogadicto”, ahora resulta que “se equivocó”, que fue “un malentendido” y que retira lo dicho. ¿Y con eso cree que basta?
No. No basta. Porque mientras él difamaba, los medios replicaban. Mientras él hablaba, la derecha trinaba. Mientras él mentía, las embajadas tomaban nota.
Álvaro Leyva no es un ciudadano cualquiera. Fue ministro de Relaciones Exteriores. Fue la cara diplomática del país. Y usó su cargo, su credibilidad de viejo zorro de la política, y sus contactos internacionales para sembrar duda, deslegitimar al presidente y alimentar, con alevosía, el discurso de golpe blando que ciertas élites no han dejado de cocinar desde que el pueblo eligió otro rumbo.
¿Ahora quiere borrar el veneno con un papel firmado? ¿Cree que una retractación protocolaria le basta para lavarse las manos? No. Porque el daño está hecho. Y cuando el daño es político, simbólico y global, no hay disculpa que repare lo que la mentira desató.
Esta no fue una calumnia menor. Fue un acto criminal. Un intento de magnicidio moral. Y quienes lo acompañaron en ese festín —los que propagaron el rumor, los que hicieron eco en medios, redes y pasillos diplomáticos— también deberían responder. Porque esto no fue un chisme: fue una operación de desprestigio.
El presidente Petro ha guardado prudencia. Pero la paciencia también tiene un límite.
¿Qué hará ahora? ¿Le extenderá la mano a quien intentó clavarle una daga en la espalda? ¿O marcará un precedente para que la dignidad presidencial deje de ser campo abierto para la injuria?
Colombia necesita justicia. No por venganza, sino por salud democrática. Porque si esta infamia queda impune, se volverá norma. Y entonces cualquiera, con poder y agenda, podrá destruir honras al servicio de sus intereses.
La retractación no cura la traición y Leyva lo sabe. Ahora le corresponde al país decidir si olvida… o si exige consecuencias.
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