Esa noche del lunes 6 de septiembre la gallera San Miguel parecía vivir una resurrección. A pesar de que sus días dorados quedaron atrás, el recinto —un caserón de fachada sencilla en la calle 77 con carrera 20, en el barrio Los Héroes— estaba a reventar. Ochenta carros, entre taxis viejos y camionetas de vidrios oscuros que superan los 400 millones de pesos, se alineaban alrededor como un inventario de jerarquías sociales. Adentro, 400 personas se preparaban para una jornada que, para muchos, es más que una simple apuesta: es tradición, herencia, sangre.
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A las cinco de la tarde ya no cabía un alma. La gallera, inaugurada en 1956 por el ganadero santandereano Miguel Tovar, ha resistido seis décadas y media de prohibiciones, cambios de dueños y debates morales. Fue en otro tiempo fortín del Partido Liberal: por allí pasaron Alfonso López Michelsen, Julio César Turbay, Virgilio Barco y hasta Luis Carlos Galán, tres meses antes de ser asesinado. Hoy los políticos la evitan. En tiempos de animalismo y vegetarianismo, posar al lado de un gallo ensangrentado cuesta más votos que los que puede sumar.
Los viernes y sábados suelen ser las noches fuertes. Ese lunes, sin embargo, la agenda había programado un evento especial. La fila VIP, con 70 sillas rojas pegadas al ruedo, costaba cien mil pesos. Las siguientes filas, con asientos azules y grises, se vendían a ochenta mil. Y las gradas de madera, conocidas como el “gallinero”, costaban treinta mil. De las 400 personas presentes, apenas nueve eran mujeres: seis trabajaban allí; tres acompañaban a sus parejas apostadoras.
Entre el público se repetía un mismo patrón: camisa de manga corta metida en el pantalón, zapatos de cuero brillantes, poncho terciado al hombro. Provincianos que mandan en sus pueblos, orgullosos de esa estética que los iguala más allá de las diferencias de billetera. Porque, adentro, los fajos de billetes escondidos en los bolsillos borraban las distancias que afuera marcaban los modelos de carro.
A las ocho de la noche, José Ortegate afinaba a Hero, un gallo blanco de diez meses que pesaba 3.10 kilos. Trabaja en una carnicería en Yomasa, al sur de Bogotá, pero su verdadera pasión viene de familia: su padre también fue gallero. Esa noche Hero era su tercer gallo. Los dos anteriores habían ganado y le habían dejado casi cuatro millones de pesos.
José no está solo. Lo acompaña su socio y Víctor Macías, el entrenador que recibe el 20% de las ganancias. Mientras le ajusta las espuelas, José insiste en que esto no es deporte ni trabajo, sino un pasatiempo cultural que se juega en todos los rincones del país. “A veces se gana, a veces se pierde. Es la vida”, dice.
Su apuesta contra William, dueño del gallo contendor, era de un millón quinientos mil pesos. Nada mal para una primera pelea.
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En la San Miguel todo está calculado. Las peleas duran máximo ocho minutos. Si ninguno muere o queda herido de gravedad, se decreta empate y todos se van con un sinsabor. Los dueños pueden detener el combate para salvar a sus aves, aunque muchos prefieren esperar ese golpe de suerte que puede revertir la pelea en el último segundo.
El dinero de las apuestas grandes lo guarda una cajera. Pero el verdadero movimiento está en las tribunas: allí, palabra de gallero basta. En cada enfrentamiento se mueven cerca de cinco millones de pesos, a veces más. Esa noche había programadas 32 peleas.

A las 9:50 llegó el turno de Hero. Una cinta azul en sus patas lo distinguía de su rival, marcado con rojo. Muy parecidos, casi del mismo peso. En medio del griterío, los dos animales se lanzaron con furia. Apenas seis minutos bastaron para que Hero dejara sin vida al otro gallo.
José saltó al ruedo y lo levantó con orgullo. Los jueces le entregaron un papel que lo acreditaba como ganador. Tres millones de pesos más al bolsillo. “Me desquito en la siguiente”, murmuró un apostador gordo y canoso que, resignado, me entregaba un billete de veinte mil.
La gallera San Miguel lleva 65 años de historias: caudillos liberales, narcotraficantes como Gonzalo Rodríguez Gacha —a quien se le atribuía visitarla—, y políticos de antaño que encontraban allí un escenario perfecto para prometer revoluciones. Hoy, su futuro pende de un hilo.
La concejal animalista Andrea Padilla impulsa proyectos para reducir la violencia en las peleas de gallos. El Concejo de Bogotá ya aprobó uno de ellos y los galleros sienten la amenaza. “De esto vivimos muchos: criadores, entrenadores, fabricantes de espuelas, campesinos que venden los pollos. Si nos cierran, nos quedamos sin nada”, reclama Fabián Sarria, director de la Federación Colombiana de Criadores de Gallos.
Hace unos años, por allí todavía se veía al conservador Roberto Gerlein o al exsenador Eduardo Pulgar, condenado por corrupción en 2021. Hoy, la mayoría de políticos se mantienen lejos. La gallera resiste con su clientela fiel, mientras la ciudad la mira con un aire de antigüedad vergonzante. Hero salió vencedor esa noche, pero el verdadero combate lo libra la San Miguel: uno contra la modernidad, las nuevas sensibilidades, las leyes que la cercan. Como los gallos en el ruedo, la gallera pelea por su vida.
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