Hace años la senadora María Fernanda Cabal —sí, la misma que suele distorsionar los hechos con frases rimbombantes, quien ahora quiere ser presidenta— dijo que: "los congresos del mundo son un zoológico". Y aunque rara vez coincido con ella, esta vez no puedo más que darle la razón. Fue, tal vez, la única vez que describió con precisión el ecosistema al que pertenece.
El pasado domingo, durante la instalación de la nueva legislatura, el Congreso de la República parecía una feria de fauna desbocada. No hubo argumentos, ni propuestas, ni respeto: hubo gritos, histrionismo, insultos y bastante hedor a vanidad rancia. Lo que vimos en ese “sagrado” recinto fue un zoológico sin domadores, sin jaulas y sin decoro.
Ahí estaban, por supuesto, las hienas. Reían con sorna, se burlaban de todo lo que no entendían, se alimentaban del dolor que produce los insultos al otro como si fuera un manjar. No razonan, se carcajean. No construyen, se alimentan de la ruina.
Los camaleones también hicieron presencia. Cambian de color según el viento político, se adaptan al tono dominante, traicionan sin rubor y mutan según la cámara que los enfoque. No representan a nadie, solo se representan a sí mismos.
Los pavos reales, en cambio, no hablan: posan. Su discurso es puro plumaje, una exhibición de ego sin contenido. Se creen brillantes, pero solo se encandilan. Son expertos en lucirse, pero incapaces de liderar con dignidad.
Y allá, en los rincones oscuros, las serpientes: deslizan su veneno en susurros, filtran mentiras como quien respira y conspiran con una sonrisa en la boca. Saben que su poder está en lo oculto, y por eso se revuelcan felices en la sombra.
Los monos no podían faltar. Golpean el atril, hacen piruetas, lanzan frases escatológicas y montan un show para las redes. Convierten la política en un reality grotesco, donde el grito vale más que la idea.
Pero hay más especies. Las ratas, por ejemplo: huyen cuando se hunde el barco, pero antes roen todo lo que encuentran. Se escabullen con contratos, favores, mordidas. Son silenciosas y eficientes en el arte de saquear.
Los buitres rondan con paciencia. Se alimentan de lo que ya está herido, revolotean sobre las reformas del pueblo esperando que mueran para devorarlas. No aportan nada, solo esperan que todo fracase para hincar el pico.
No faltaron los caballos de Troya: disfrazados de aliados, con discursos de centro, paz y moderación. Por dentro, traen el filo del sabotaje, el cálculo de la traición y la astucia de quien jamás pelea de frente.
Y entre toda esta fauna, apareció también el jabalí enfurecido: grosero, violento, incapaz de escuchar o debatir. Embiste con la palabra, golpea con el insulto, babea rabia por cada poro de su discurso. No conoce el diálogo: solo arremete. Ese fue el plato fuerte en algunas curules, donde el respeto murió a cornadas verbales.
Pero la joya del zoológico la puso un raro espécimen tropical: Mitad urraca, mitad hiena, hubieron tres, que sin pena ni propiedad repitieron frases incoherentes y la otra una frase ajena —“huele a azufre”— como quien lanza una piedra robada de otro patio. Chillaron para hacer bulla, no para decir algo. Reprodujeron una provocación sin contexto, convencidas de que hacer eco es lo mismo que tener voz.
Tenían el pico afilado y la lengua suelta. Chillaban más que hablar.
Ese es el Congreso que tenemos. Un zoológico político, donde los verdaderos animales en extinción son la ética, la coherencia y el compromiso con el pueblo. Donde legislar se ha convertido en un espectáculo de especies en competencia por el aplauso, no por el bien común.
Algún día, quizá, recuperemos la humanidad en el recinto. Mientras tanto, seguiremos observando —y denunciando— esta fauna de cuello blanco que, lejos de representar a Colombia, la devora.
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