El pasado viernes se aprobó la reforma laboral en la comisión de conciliación del Congreso, incluido el polémico artículo 41, que crea “el contrato laboral de todo trabajador de las artes y la cultura”. Desde entonces, se ha generado una oleada de reacciones contrapuestas. Más allá del debate, se abre una oportunidad —tardía, pero necesaria— para revisar con mayor atención el impacto real de esta norma sobre el sector cultural colombiano, con independencia de la loable intención de dignificar el trabajo artístico.
La primera reacción ha sido una toma de conciencia: un artículo con semejante alcance requería una discusión pública más profunda y técnicamente informada. La segunda, el reconocimiento de una redacción confusa que evidencia fallas de técnica normativa y genera una preocupante inseguridad jurídica.
El texto se presta para al menos dos interpretaciones. La primera sostiene que no se elimina la contratación por prestación de servicios y que la norma solo aplica a quienes tienen una relación laboral. En ese caso, la norma no aporta nada nuevo: simplemente reitera que quienes tienen un vínculo laboral deben ser contratados bajo las reglas del Código Sustantivo del Trabajo. Un pronunciamiento redundante, vacío y políticamente costoso por lo que prometía.
La segunda interpretación es que la norma impone el contrato laboral como única vía posible para contratar cualquier actividad relacionada con el arte y la cultura, sin distinguir entre artistas, creativos, técnicos, oficios, etapas o modalidades. Esto implicaría una transformación radical en la forma de operar del sector, sin claridad ni condiciones para hacerlo viable.
El impacto sería devastador. El incremento en el costo de contratación formal es del 38,25%, y puede duplicarse si se suman recargos por trabajo nocturno, dominical o por horas extras. Esto afectaría especialmente a organizaciones comunitarias y de la economía popular, emprendimientos culturales, micro y pequeñas empresas del arte y la cultura, secretarías de cultura con presupuestos limitados y hasta instituciones culturales consolidadas que ya enfrentan desafíos financieros. El Ministerio de las Culturas, las secretarías de las ciudades principales y otros privados con indudable músculo financiero, podrían cumplir con la norma, pero los recortes de personal y programas serían inevitables.
Además del costo, la imposición de la figura laboral introduce la subordinación como regla, desconociendo la naturaleza autónoma, diversa y flexible de muchas actividades del sector cultural, los cientos de trabajos de corta duración y la libertad creativa que exige la creación artística. Obligar a la formalización bajo un único modelo ignora las múltiples formas legítimas de prestar un servicio, impide la compatibilidad entre proyectos y vulnera el principio constitucional de autonomía de la libertad en materia contractual.
¿Quiere decir que no es deseable una mayor formalización del sector? De ninguna manera. Muchas relaciones laborales que se disfrazan de prestación de servicios deben gozar de la protección que brindan los contratos laborales. El problema radica en imponer esta única modalidad de contrato para todas las relaciones en un sector que se despliega a través de múltiples dinámicas y tipos de relaciones. Dicho de otra forma, es tan dañino e injusto vestir de prestación de servicios lo que en realidad es un contrato laboral, como imponer una relación laboral cuando en realidad se trata de una prestación de servicios. Forzar una única fórmula jurídica implica excluir o precarizar más.
Pensemos en el transportador que lleva las luces para un concierto o los cuadros para una exposición; en los 30 actores extras que se necesitan para una sola escena de una película; en la periodista que modera la presentación de un libro; en el roadie que trabaja un par de días en un festival. Consideremos al ilustrador que entrega por fases su trabajo editorial, a los artistas formadores que dictan clases por horas en distintas entidades, a la cantante que actúa tres veces en un mismo día, al maquillador que alterna funciones con talleres. Pensemos en el jurado de una convocatoria, en el escritor que participa en varias charlas durante una semana, en la madre gestora cultural que escoge un camino independiente para conciliar trabajo y cuidado. Y no olvidemos que hay creación intelectual y artística que simplemente no se mide por horas de trabajo.
La ambigüedad del artículo aprobado, sumada a las expectativas creadas por el gobierno nacional, genera un riesgo jurídico serio: si un juez interpreta que toda relación vinculada al arte o la cultura debe formalizarse mediante contrato laboral, podrían judicializarse contratos por prestación de servicios legítimos, creando un caos interpretativo e institucional y una inseguridad jurídica para todos los agentes del sector.
No se trata de negar la necesidad de dignificar el trabajo cultural. Se trata de hacerlo con inteligencia normativa, comprensión sectorial y sentido común. Una verdadera transformación requiere reconocer la diversidad de agentes, modelos y relaciones que componen el ecosistema cultural colombiano.
Si el artículo 41 no cambia nada, se trata de una promesa incumplida. Si cambia todo, puede resultar inconstitucional y regresivo. Por eso, la salida más responsable sería que el Gobierno objete la norma por razones de inconveniencia, argumentando que su redacción impide determinar su alcance. Otra alternativa —aunque insuficiente para evitar los riesgos de interpretaciones contradictorias, dado que la ley prevalece sobre los decretos reglamentarios— sería que el Ejecutivo expida un decreto que aclare el sentido de la norma. También cabe la posibilidad de que sea la Corte Constitucional, vía demanda, la que delimite su alcance.
Finalmente, el Congreso podría aprovechar el trámite del proyecto de ley que fortalece la Ley General de Cultura para corregir y sustituir el artículo por una disposición más clara, técnicamente sólida y que represente un verdadero avance en la protección de quienes trabajan en las artes y la cultura. La cultura necesita más que buenas intenciones: requiere normas claras, aplicables y sostenibles. Porque tratar de dignificar sin entender, también puede ser una forma de hacer daño.
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