La noche del 21 de abril de 1982, el timbre del teléfono interrumpió el sueño de Gabriel García Márquez. Al otro lado de la línea estaba el Ministro de Relaciones Exteriores de Suecia; quien extasiado le informó que acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura.
Durante los días siguientes, Gabo recibió más de 580 telegramas; dentro de los remitentes estaban: Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Julio César Turbay, entre otros. Se podría decir que, en su momento, los telegramas eran como los “likes” de nuestros días. Pero el escritor no se inmutó; siguió con la habitual rutina y frecuentando todas las noches el mismo restaurante con su amada Mercedes. La razón de su serenidad era simple: él sabía que era grande antes de recibir el premio, y que incluso era más grande que el Nobel.
Hoy sucede todo lo contrario, creemos que la grandeza se supedita al aplauso externo y al beneplácito de unos desconocidos, somos unos mendigos emocionales encadenados a los “likes”. No se trata de un desahogo narcisista o hedónico; pero lo único que debería importarnos es la propia satisfacción.
Seguramente nos aproximaremos más a la felicidad si la concebimos como una realización introspectiva. Precisamente los hombres que más cerca han estado de la grandeza, han sido los menos empeñados en encontrarla. Cuando Van Gogh murió, de sus 3000 pinturas solo había vendido una; hoy es un icono del arte. Juan Rulfo confesaba sin ruborizarse que, de los primeros dos mil ejemplares de Pedro Páramo, la mayoría debió regalarlos a sus amigos porque no se vendieron; hoy, él y el chavo son los mexicanos más universales.
De los autoproclamados “influencer” o “tiktoker” no nos preocupa tanto su deliberada autodestrucción, sino su capacidad de amplificar la ignorancia. Dos estudiantes de una universidad se creyeron el cuento de que lo que se exaltaba mediante los likes era su locuacidad o brillantez y no su capacidad de hacer el ridículo, terminaron entonces sin fama y sin universidad.
Alguien se dejó seducir por el morbo de la muerte y grabó la agonía de un ser humano en un río, sin pensar que resultaría incluso más censurado que el autor del crimen. Ya Nietzsche decía: “debes darle valor a tu existencia, como si tu existencia misma fuera una obra de arte”. Esa obra no necesita aplauso distinto al de sí mismo.
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