En San Cayetano, un corregimiento de Bolívar donde la tierra se abre en grietas de sequía y el río no alcanza para calmar la sed, el agua siempre había sido una promesa incumplida. Allí la vida transcurría entre la pesca artesanal, los cultivos de maíz y yuca, y las largas caminatas con pimpinas sobre los lomos de burros, como si cada gota hubiera que arrancársela al destino.
La rutina era la misma desde hacía décadas: esperar que lloviera para llenar canecas, raspar agua turbia de los caños, hervirla con la esperanza de que no trajera enfermedad. Las mujeres sabían que cocinar o lavar la ropa significaba gastar horas enteras cargando baldes. Los niños crecían acostumbrados a bañarse con jarros de agua estancada. Y los hombres regresaban de la pesca con la certeza de que, en sus casas, la pobreza se medía también en litros de agua.
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Un día, el silencio de esa cotidianidad fue roto por el zumbido de un helicóptero. Los niños, que rara vez venían más allá de las garzas, corrieron tras la sombra que descendía sobre la cancha polvorienta. Los mayores, incrédulos, miraban cómo del aparato bajaba el gobernador de Bolívar, Yamil Arana, con la misma naturalidad de quien pisa un territorio que ha sido suyo desde siempre. Pero San Cayetano, hasta entonces, no había conocido la visita de ningún mandatario departamental.
La llegada no era un gesto de cortesía. Era, más bien, la apertura de un capítulo nuevo. El gobernador no solo aterrizó: caminó por las calles polvorientas, escuchó a los líderes comunales, se dejó abrazar por la multitud y, finalmente, se detuvo frente a la obra que había motivado su visita: el nuevo acueducto del corregimiento.
No era un acueducto cualquiera. Funcionaba con paneles solares, una tecnología que parecía demasiado moderna para ese rincón olvidado, pero que resultaba ideal para un territorio donde la luz del sol arde sin descanso. Con esa fuente de energía limpia se garantizaba que el agua llegara a las casas sin que la comunidad tuviera que pagar sumas imposibles.
El sistema no se levantó de la nada. Hubo que perforar un pozo de cien metros, construir un tanque subterráneo de 180 metros cúbicos, instalar otro elevado de 35, poner a funcionar bombas capaces de mover cinco litros por segundo y tender casi dos kilómetros de tubería que hoy serpentean por las calles como venas nuevas. Todo eso, rodeado por un cerramiento que protege el corazón del acueducto: la planta que bombea el agua bajo la fuerza del sol.

La inversión superó los 2.700 millones de pesos. Y aunque la cifra es difícil de dimensionar para quienes viven de la pesca o de la venta de bolis en la puerta de la casa, el resultado es evidente: 332 familias ya no dependen de la lluvia para sobrevivir.
La primera vez que el chorro de agua limpia salió por la llave, muchos se quedaron en silencio. Algunos niños saltaron bajo la caída como si fuera un juego. Las madres, incrédulas, se tocaron la cara con las manos mojadas. Los hombres miraron ese líquido transparente como si fuera un tesoro que por fin les pertenecía. El agua, más que un servicio, se sentía como una dignidad recién estrenada.
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San Cayetano, acostumbrado a las promesas incumplidas, se permitió celebrar. No con discursos, sino con pequeños gestos: mujeres que llenaban las ollas sin caminar kilómetros, campesinos que soñaban con regar sus cultivos, niños que corrían entre charcos como si el pueblo entero hubiera sido bendecido.
La jornada no terminó en la inauguración. El gobernador aprovechó para escuchar a los vecinos, recibir solicitudes y comprometerse con otras mejoras. Anunció el envío de bolsas de cemento para arreglar las calles, y la inversión conjunta con la Alcaldía de Regidor para recuperar el polideportivo, un espacio donde la juventud espera tener algo más que polvo y abandono.

En los días siguientes, el tema de conversación en las casas ya no era la escasez sino el cuidado de lo que ahora tenían. El acueducto se convirtió en el centro de la vida comunitaria. Todos sabían que, de su buen uso, dependía que la obra durara y siguiera cambiando la historia.
San Cayetano, que alguna vez fue un punto invisible en el mapa, ahora tiene una razón para sentirse mirado. El agua corre por sus tuberías y, con ella, una corriente de esperanza que parecía imposible. Cada llave que se abre es también un recordatorio de que la dignidad se puede tocar con las manos.
En un lugar donde lo habitual había sido cargar pimpinas bajo el sol abrasador, tener agua potable en casa es casi un milagro. Pero no es magia: es la suma de decisiones, de inversión pública, de voluntad política y de una comunidad que aprendió a resistir hasta que alguien los escuchara.
El nuevo acueducto no solo cambió la manera de cocinar, bañarse o lavar. Cambió la forma en que los habitantes de San Cayetano se ven a sí mismos. Ahora saben que no están condenados al olvido. Que su territorio, marcado por la sequía, también puede ser escenario de progreso.
El agua, al fin, dejó de ser un privilegio lejano y se volvió parte de la vida cotidiana. Y en ese fluir constante de las tuberías, San Cayetano escribe una página distinta en la memoria del sur de Bolívar: la de un pueblo que, gracias al sol y al agua, empieza a creerse dueño de su propio futuro.
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