En improvisados consultorios que funcionaban en carretas de madera, ofrecían servicios de limpieza dental, postura de Brackets, colocación de elástico ortodóntico y ligaduras metálicas.
Desde hace un par de años, las calles del centro de Bogotá fueron testigos de una escena tan extraña como inquietante. En medio de vendedores de minutos, puestos de empanadas y bultos de ropa al por mayor, comenzaron a aparecer unas carretas de madera cubiertas con plásticos negros y parasoles desteñidos. No parecían diferentes a los improvisados puestos de cualquier feria callejera, hasta que uno se acercaba y descubría el cartel improvisado: brackets a 50.000, limpieza dental a 20.000, elásticos ortodónticos por “precio de amigo”.

Los responsables eran un grupo de migrantes venezolanos que, sin papeles ni títulos, decidieron presentarse como “ortodoncistas” de bajo costo. Montaron sus consultorios en plena vía, entre el parque La Mariposa, en San Victorino, y algunos tramos de la carrera séptima. La dinámica era simple y perturbadora: alguien se sentaba en una silla plegable, corrían una cortina de plástico y, en cuestión de minutos, salía con brackets recién puestos, convencido de que en unos meses su sonrisa estaría perfecta.
La clientela no tardó en llegar. Estaban quienes habían pospuesto durante años un tratamiento por falta de dinero, los que pensaban “por qué no intentarlo si es barato” y los que, sin saberlo, ponían su salud en manos de personas sin formación. Porque detrás del improvisado consultorio no había nada de la rigurosidad que exige la odontología: ni esterilización de instrumentos, ni higiene, ni protocolos mínimos. Todo ocurría a la intemperie, con herramientas que habían pasado de boca en boca y que apenas se enjuagaban con agua.
Los precios, claro, eran el gancho. Con 20.000 pesos alguien podía hacerse una “limpieza” y por 100.000 ya tenía brackets puestos. Unos billetes que parecían poco frente a los millones que cobra una clínica formal, pero que traían consigo un riesgo enorme: infecciones, daños irreversibles y la certeza de que nadie respondería si algo salía mal.
La situación llegó a oídos de las autoridades y, finalmente, la paciencia se agotó. La Secretaría de Seguridad, la Policía Metropolitana y la Alcaldía de Santa Fe organizaron operativos que terminaron con tres de estas carretas desmontadas. Lo que hallaron adentro era un retrato del peligro que corrían los pacientes: jeringas usadas, elásticos, ligaduras metálicas, pinzas oxidadas, todo almacenado en bolsas plásticas como si fueran herramientas de cualquier taller.

Aun así, la historia deja una sensación incómoda. Porque, aunque los improvisados “consultorios” ya no están, el recuerdo persiste: en Bogotá hubo un tiempo en que la ortodoncia se ofrecía en carretas de madera, y la necesidad —o el simple deseo de ahorrar— llevó a muchos a sentarse en esas sillas, creyendo que por unos pocos billetes podían comprar una sonrisa nueva, sin darse cuenta de que en el intento estaban poniendo en juego algo mucho más valioso: la salud.
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