Antes de hablar de expropiaciones, conviene recordar quién es César Gaviria, el expresidente que hoy levanta esa bandera del miedo. Gobernó entre 1990 y 1994 bajo el lema “Bienvenidos al futuro”. Su “futuro” fue la apertura económica que destruyó miles de empresas nacionales, quebró a pequeños productores y profundizó la desigualdad. Fue también el tiempo del terrorismo, del narcotráfico, de la entrega pactada de capos y de una Constitución de 1991 que prometió derechos, pero dejó muchos en letra muerta. Tras dejar la Casa de Nariño, Gaviria convirtió al Partido Liberal en su feudo personal, imponiendo candidatos y negociando cuotas de poder como un cacique electoral.
No es un detalle menor: cuando Gaviria habla de “expropiaciones indirectas”, lo hace desde la voz de una élite que durante décadas expropió en silencio a millones de campesinos, que permitió el despojo legalizado y que jamás levantó la voz por las víctimas de la violencia que fueron arrancadas de sus tierras.
El expresidente encendió las alarmas asegurando que el gobierno de Gustavo Petro avanza con una “estrategia de expropiaciones indirectas” al declarar áreas protegidas en varias regiones del país. Sus palabras no son casuales: buscan reavivar el viejo fantasma de la expropiación para sembrar miedo en la opinión pública.
Pero la verdad es otra. En Colombia la expropiación real se vivió durante décadas, cuando a los campesinos les arrebataron sus tierras a punta de fusil, despojo legalizado o invasión disfrazada de progreso. Esa sí fue una expropiación brutal, que desplazó a millones y dejó cicatrices abiertas en la historia rural del país.
Hoy, cuando el gobierno del cambio busca cumplir lo que ordena la Constitución —democratizar el acceso a la tierra, proteger los ecosistemas y garantizar el derecho a producir de quienes la trabajan—, los viejos privilegiados levantan su voz de protesta. No lo hacen porque teman perder lo que les pertenece, sino porque no soportan que los más humildes puedan recuperar lo que nunca debió serles arrebatado.
Hablar de “expropiaciones indirectas” es una distorsión interesada. Declarar áreas protegidas no es despojar, es cuidar. Entregar tierras a campesinos no es desmantelar la propiedad privada, es democratizarla. Lo que está en juego no es un atentado contra el derecho de unos pocos, sino el cumplimiento de una deuda histórica con millones.
A la extrema derecha lo que más le duele no es que se hable de justicia social, sino que se empiece a materializar. Lo que no toleran es que un gobierno elegido por el pueblo devuelva dignidad a los campesinos y equilibre, aunque sea un poco, la balanza de un país construido sobre la desigualdad.
La tierra en manos de quien la trabaja no es expropiación. Es justicia. Y esa justicia germina como semilla en los surcos de la historia: con paciencia, con raíz profunda, con la fuerza de lo que estaba destinado a volver a florecer.
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