No hay polarización. Hay un mercado. En él no compiten las ideas sino las actitudes. Unos venden miedo con descuento; otros venden ambigüedad con empaque premium. La discusión no gira en torno a la realidad, sino a la posición del cuerpo, como si la política fuese coreografía en tarima, micrófono inalámbrico y fotocheck. Brazo en alto, gesto sereno, ceño técnico. Para qué una convicción si basta un tono.
La política colombiana aprendió a terciarizar el conflicto. La guerra se externaliza hacia el lenguaje. El candidato ya no dice, sugiere. No promete, insinúa. Reemplaza la propuesta por la postura, porque la postura no se verifica. Lo que se valida es la sensación de seguridad, la familiaridad de los eufemismos y la música de fondo de las encuestas.
Los tibios son especialistas del equilibrio rentable. Confunden precisión con frialdad moral. Convierten el “todavía no hay evidencia concluyente” en ritual. Su empleo de tecnicismos no busca explicar, sino tranquilizar. Si hay muertos, piden un comité. Si hay corrupción, sugieren una veeduría con metodología “mixta”. Si hay desigualdad, inventan un piloto. Aman el “mientras tanto” porque en el “mientras tanto” nadie es responsable. Su neutralidad no es ética, es protocolo. Y el protocolo no incomoda a nadie.
El centro se vendió como dique sanitario y terminó como adaptador. Se acopla a la agenda del miedo cuando conviene y a la retórica de las reformas cuando cambia la corriente. Durante este gobierno lo vimos con claridad. Algunos renunciaron de verdad y asumieron costos, pocos pero visibles. Otros montaron renuncias a cámara, PDF adjunto y foto solemne, obra breve para redes con libreto de indignación reciclado. Usan la misma ignorancia que explota la derecha y la apuntan hacia donde rinde más, a veces contra la derecha para simular distancia, a veces contra la izquierda para asegurar acceso. No arbitran. Hacen fila.
La derecha, en cambio, no necesita protocolo, necesita relato. Funciona con tres engranajes, un enemigo amplio, una promesa simple y una nostalgia usable. El enemigo siempre es múltiple y difuso, comunistas, vándalos, foráneos, jóvenes maleables, burócratas de toga cuando estorban y guardianes de la democracia cuando obedecen. La promesa cabe en el retrovisor, orden. La nostalgia es una fotografía borrosa donde “todo funcionaba”. Importa poco si nunca ocurrió. La memoria cede más rápido que un pliego tipo mal escrito.
El centro y la derecha comparten una verdad operativa. La ignorancia es capital electoral. La que más rinde es la cotidiana. Se alimenta de una educación cívica recortada, de manuales de historia que evaden los nombres propios, de medios que confunden equilibrio con empate moral. Cuando buena parte del electorado no distingue entre funciones del Congreso y de la Corte, entre Fiscalía y Procuraduría, entre tutela y apelación, cualquier mentira puede pasar por interpretación. Si no se entiende cómo circula el poder, cualquiera posa de semáforo.
El idioma se vuelve cómplice. Abundan adjetivos que duermen el juicio, metáforas gastadas que ya no significan y construcciones en voz pasiva que borran al responsable. Ese deterioro no es accidente, es administración del lenguaje. Cuanto menos precisas las palabras, más dóciles los hechos. Las consignas sustituyen a las ideas y los lugares comunes suplantan la prueba. Se instala una ortodoxia blanda que no necesita decreto para censurar. Alcanzan los editores, la pauta y los socios.
Por eso la llamada “polarización” funciona como coartada. Polarización implicaría un choque de proyectos de sociedad. Lo que tenemos es una pugna por el control del relato y del olvido. En un país que no sabe quién decide qué ni en qué oficina se gesta un contrato, la política no enfrenta ideas, sino reflejos condicionados. La pantalla ofrece una imagen, marchas, bloqueos, vidrios rotos. La voz en off empuja una tesis, caos. La receta se vuelve automática, más fuerza y menos preguntas. Y el centro, que jura no ser de nadie, termina aprobando el presupuesto del miedo con firmas pulcras y rueda de prensa.
La lealtad de facción también enferma la mirada. No necesita bandera ni himno para degradar la verdad. Basta con que la identidad del grupo valga más que los hechos. Entonces el mismo acto se celebra como virtud o se condena como crimen según quien lo cometa. No es moral, es contabilidad de tribus. El resultado es una ciudadanía acostumbrada a aplaudir lo que ayer repudiaba y a olvidar lo que ayer exigía. La memoria es reescrita a conveniencia, y los episodios incómodos desaparecen como si nunca hubieran ocurrido.
El uribismo entra aquí no como tema central, sino como método perfeccionado. El manual ya existía. Ellos lo reescribieron. El “enemigo interno” se volvió gramática. El “si no estás conmigo estás con ellos” terminó en cada puntuación. Lo excepcional se normalizó. Fue eficaz porque trató la opinión pública como un teatro de operaciones, disciplina del mensaje, repetición, moral de urgencia, símbolos que caben en un hashtag. En un país con alfabetización institucional débil, el binarismo no divide, organiza. Más que doctrina, funciona como logística del miedo.
El vocabulario de la manipulación es breve y eficiente. Reforma se rebautiza “modernización”. Recorte suena a “sostenibilidad”. Privatización a “alianza”. Espionaje a “monitoreo”. Represión a “conservación del orden”. Un muerto se vuelve “un presunto”. Un falso positivo, “un error operacional”. La palabra limpia el crimen como un detergente, se agita, se enjuaga y se anuncia que aprendimos lecciones. En el siguiente ciclo, un comité de expertos redacta otra guía para asegurar que todo siga igual.
La maquinaria no solo compra votos, compra silencios. Compra expertos con tarifas de consultoría. Compra titulares con pauta bien dirigida. Compra encuestas con preguntas de tijera. Compra indignación con clips de diez segundos y cadenas de WhatsApp que nunca dicen de dónde salió la foto. Y, sobre todo, compra tiempo. Cada mesa técnica que no resuelve es un mes más de concesión. Cada mesa de diálogo que no decide es una adición presupuestal. La tibieza es el lubricante y el miedo, el motor.
Si Colombia fuera un aula, el examen cívico tendría preguntas básicas. ¿Qué hace un concejo? ¿Qué controla la Contraloría? ¿Qué puede un alcalde y qué no? ¿Qué es una audiencia pública? ¿Cómo se lee una licitación en el SECOP sin perderse en los anexos? El desastre no es que la gente no sepa responder. El desastre es que nadie espera que lo sepa. La ignorancia se trata como “contexto”, jamás como problema. Mientras tanto, se discute si un candidato parece “presidenciable”, como si la estatura moral se midiera en decibeles.
No hay polarización. Lo que hay es asimetría de información y asimetría de dolor. Unos conocen el circuito del contrato y lo usan. Otros conocen el costo de la buseta y lo pagan. Unos negocian con apellidos que no se pronuncian en público. Otros marchan con nombres que no se pronuncian en privado. En ese país, la moderación es una estética y la radicalidad, un adjetivo para quien exige que la Ley sea ley para todos.
¿Qué hacer? Empezar por lo elemental y por lo incómodo. Alfabetización cívica en horario estelar, explicar sin jerga ni muecas cómo funciona el Estado, quién nombra a quién, quién controla a quién y cómo se destituye a quien no cumple. Memoria con fechas, cifras y responsables, no para humillar, sino para impedir la repetición. Lenguaje con reglas, llamar a las cosas por su nombre, incluso cuando el nombre moleste a los patrones de pauta. Y debates con preguntas verificables. “¿Qué artículo cambia?”, “¿Qué indicador mejora?”, “¿Qué pliego de condiciones?”.
La democracia no se salva con buena vibra, ni con eslóganes asertivos, ni con fotos en chaleco. Se salva con ciudadanos que sepan que un cargo no es una firma libre, que un decreto no revierte una sentencia, que una comisión accidental no sustituye a un juez, que un general no opina de política pública. Se salva, sobre todo, diciendo en voz alta lo que no conviene a los que pagan la música, que la ignorancia no es una fatalidad, es un proyecto. Y que el proyecto tiene responsables con nombre y agenda.
A los tibios les incomoda esta conclusión porque los obliga a elegir. A la derecha le enfurece porque le quita su herramienta más útil. A nosotros nos toca un trabajo aburrido y decisivo, hacer que la ciudadanía deje de ser un trámite para convertirse en un hábito. No hay épica en esto. Hay persistencia. Y si algo debería polarizarnos, que sea contra el olvido que vuelve a empezar cada campaña. No necesitamos más moderación ni más mano dura. Necesitamos menos niebla.
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