Los cigarrillos Rumba, Carnival y Milton, los más contrabandeados en la Costa Caribe, nacen en Ciudad del Este, en Paraguay, una ciudad famosa por su comercio opaco en la triple frontera con Brasil y Argentina. Allí, en una enorme fábrica de paredes blancas llamada Tabacalera del Este, millones de cigarrillos salen cada día hacia todos los países de América del Sur y Central. También llegan hasta México.
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Tabacalera del Este fue fundada por el expresidente paraguayo Horacio Cartes; aunque ya no es de él, la fábrica produce mucho más de lo que Paraguay consume. El negocio, en realidad, está pensado para abastecer un amplio mercado que se extiende miles de kilómetros a la redonda. Desde hace años, la tabacalera figura en investigaciones por supuestos vínculos con redes de contrabando, lavado de dinero y evasión fiscal. Aun así, las máquinas nunca han parado.
Las cajetillas miles de cajas atiborradas de cigarrillos baratos abandonan Paraguay como fantasmas. Sus papeles están en regla, pero su destino final no aparece en ningún documento oficial. En lugar de embarcarse hacia mercados legalizados, miles de cajas cruzan la selva amazónica por rutas clandestinas, y así entran a Brasil a traés de caminos de tierra vigilados por bandas criminales y funcionarios corruptos.
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En camiones, balsas o incluso a pie, los paquetes avanzan por la vasta frontera, invisibles para las autoridades. En este tramo, la geografía favorece al contrabandista: la extensión de la selva y la porosidad de los controles permiten que toneladas de mercancía se pierdan en la espesura sin dejar rastro.
El viaje sigue hacia el norte, donde Venezuela se convierte en el siguiente escenario. Allí, la precariedad económica y el comercio informal facilitan el paso de los cigarrillos. Entran por Arauca y en pocos días después ya están en Maracaibo o San Cristóbal, y luego, casi sin detenerse, continúan hacia Colombia a través de los pasos ilegales conocidos como trochas, que serpentean entre los matorrales y el polvo de la frontera. Principalmente en La Guajira y Norte de Santander los camiones descargan la mercancía en bodegas improvisadas, donde los bultos son comprados por distribuidores locales.
Maicao es el corazón de esta operación. En esta ciudad sin fronteras claras, los cigarrillos paraguayos se apilan junto a otras marcas igual de clandestinas, como los Carnival, que vienen de Corea del Sur, en almacenes donde también se vende gasolina venezolana, licor adulterado y electrodomésticos de contrabando. Aquí, las cajas se fragmentan: las grandes distribuidoras abastecen a comerciantes más pequeños, que a su vez venden a las tiendas de barrio. Desde Maicao, los cigarrillos se reparten por toda la Costa Caribe, hasta llegar a Cartagena, Santa Marta, Valledupar y Riohacha, donde casi 7 de cada 10 cigarrillos vendidos son ilegales. Incluso llegan a Medellín, escondidos en buses intermunicipales y camiones de carga, por las mismas rutas que usa el narcotráfico.
Para las bandas criminales que controlan esta cadena, como la Oficina de Envigado o los Urabeños, el negocio es tan rentable como la droga. Según las autoridades, el margen de ganancia por una caja de Rumba puede superar el 80 %. En Medellín, por ejemplo, las mafias controlan la distribución en decenas de barrios, mientras en la Costa Atlántica manejan la venta al por mayor desde Chocó hasta Córdoba. Esta red criminal no sólo genera enormes pérdidas fiscales —más de un billón de pesos al año— sino que también financia la corrupción, compra voluntades y fortalece las economías ilegales que erosionan las instituciones.

La diferencia de precios es una de las razones principales por las que los consumidores eligen los cigarrillos ilegales. Una cajetilla de Marlboro o Lucky Strike puede costar más de 10.000 pesos, mientras que una de Rumba se consigue por menos de $4.000. Para alguien con ingresos bajos, esta diferencia es importante. Según los estudios más recientes, en departamentos como La Guajira, Cesar y Magdalena, más del 75 % de los cigarrillos que se consumen son de contrabando. En Bolívar, las pérdidas fiscales superan los 200.000 millones de pesos al año, dinero que podría destinarse a salud y educación.
Los cigarrillos, sin embargo, no traen advertencias sanitarias ni cumplen con las normas que protegen al consumidor. Son productos de dudosa procedencia, con contenidos que no han sido verificados por las autoridades sanitarias y que, en muchos casos, contienen niveles de alquitrán y nicotina muy superiores a los permitidos. Además, para las empresas legales, competir con esta mafia se ha vuelto imposible. Los impuestos altos al tabaco han elevado los precios de las marcas formales, cerrando fábricas en Medellín y Barranquilla, dejando a cientos de empleados sin trabajo y a los productores de tabaco sin compradores.
En Maicao, mientras tanto, los camiones siguen llegando de madrugada. Los hombres descargan las cajas entre la penumbra y el polvo, y las pilas de cigarros se apilan una sobre otra, listas para ser distribuidas. Nadie pregunta de dónde vienen, ni a quiénes enriquecen. Para los tenderos, son simplemente una mercancía más que atrae clientes. Para los consumidores, son una opción barata. Y para las redes criminales, son una vena abierta de dinero constante y fresco.
El Estado colombiano ha intentado combatir el contrabando con operativos esporádicos. La Federación Nacional de Departamentos, la unión de los 32 gobernadores del país, también ha hecho la tarea para pelear contra el contrabando tanto de licor como de cigarrillos. A veces, las autoridades muestran cajas incautadas a la prensa como prueba de su trabajo. Pero los números no mienten: cada año, los porcentajes de cigarrillos ilegales aumenta. Cada vez que se incrementan los impuestos, la brecha de precios se ensancha y los contrabandistas ganan terreno. Los intentos por negociar con Paraguay, exigir controles más estrictos o sancionar a las tabacaleras que fabrican los productos han quedado en palabras.
La historia de los cigarros de Paraguay es la historia de un mercado negro que se mueve a la vista de todos. Cada cigarrillo encendido es una pequeña victoria para las redes criminales, un golpe para el erario, y una amenaza para la salud pública, que se alimenta de estos impuestos. En las esquinas de Santa Marta, en las playas de Cartagena, en las calles de Valledupar o en las trochas de La Guajira, los cigarrillos paraguayos siguen su camino. Sin rastro en los papeles, pero con huellas en la economía y en la vida de quienes, muchas veces sin saberlo, los sostienen entre los dedos.
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