Fue un incidente, solo en apariencia, minúsculo. Tan común que podría pasar desapercibido en su significado y extensión. Nada grave, podría decirse. Por primera vez vi a mi hija descender de la ruta escolar cabizbaja y avergonzada. Extraño: le gusta su colegio y ya cuenta con un puñado de amigas y amigos divertidos y ocurrentes. Su nuevo profesor le cae bien. Por eso me pareció inquietante verla en esa actitud, casi a punto de romper en llanto: incómoda y rabiosa. Cuando le pregunté qué pasaba, me dijo —mientras tapaba con la mano su lonchera— que un niño le había dicho que a ella le tenían que gustar las princesas, no los superhéroes. Que aquellos son cosas de niños y que ella era una niña. En la lonchera, que hace meses le regalaron sus abuelos, sobresalen Superman, Flash y Batman. Lleva meses viviendo una fascinación desbordada por estos seres fantásticos y sus poderes asombrosos. Antes de bajarse del ascensor me repitió algo que me ha dicho varias veces: no me gustan las princesas. La miré y asentí con la cabeza. La afirmación del niño, amparada por la inocencia e inmadurez de sus pensamientos, me causó mucha molestia. Tengo la vana ilusión de poder impedir que alguien se atreva a indicarle a mi hija qué debería o no gustarle. Quiero que crezca libre. En esta ocasión poco tenía por hacer: fue tan solo un niño quien lo dijo y responsabilizarlo por sus palabras sería descabellado, equívoco y torpe.
Entonces aproveché la oportunidad, luego de que mermara mi indignación, para asumir la responsabilidad de lo sucedido. De eso se trata ser adulto: hacerse responsable, incluso cuando pareciera que no se tiene por qué responder. Recordé que semanas atrás cometí un error semejante. Otra de las fascinaciones de mi hija es una pequeña guitarra verde que rasga con la mayor libertad. Una mañana me dijo que quería ver personas que tocaban guitarra. Siendo ese uno de mis sueños frustrados, me apresuré a mostrarle a mis favoritos: Brian May, Slash y Paco de Lucía. Ella los vio con esa atención boquiabierta de los primeros años. Minutos después, ofuscada, me dijo que quería ser un niño para tocar la guitarra bien. De inmediato me di cuenta de que solo le mostré hombres; como si se tratara de un reflejo directo e irresistible. Me disculpé y le mostré un par de videos de mujeres. No les puso cuidado y empezó a entretenerse con algo más. Esa noche le confesé mi impertinencia a mi esposa. Ella me pidió, con ternura y comprensión, que tuviera más cuidado.
Cuidado es la palabra central y definitiva de la crianza
Cuidado es la palabra central y definitiva de la crianza. En ello los padres nos esforzamos todos los días, y es eso lo que muchas veces ocupa nuestras mentes y todas nuestras culpas. Cuidar, desde luego, incluye abstenerse de todo aquello que pueda dañar, directa o indirectamente, a nuestros hijos. Por eso no quise perder la oportunidad de contar esta historia y resaltar un asunto que, aunque pareciera anodino y cotidiano, puede causarles —en su acumulación y su persistencia— un daño irreparable. Como padres debemos saber que no existen las cosas de los niños y las cosas de las niñas: existen las cosas. Y cada niña y cada niño tienen el derecho a escoger, sin imposiciones ni perjuicios, qué les gusta. Los objetos son la forma en que el niño conoce muchos aspectos del mundo que lo rodea, y por tal razón es inapropiado —y dañino— ir etiquetando todo de rosado o de azul, reduciendo así su experiencia vital —por lo menos— a la mitad.
Este mediodía mi hija llegó sonriente del colegio, sin mucho que contar. Corrió a su cuarto para quitarse el uniforme y ponerse su disfraz de Pantera Negra. Otro de esos héroes imposibles que tanto la entretienen cuando piensa que es una niña ingeniosa y con superpoderes que salva a una ciudad entera de los caprichos de un villano. Pareció que el impasse había quedado atrás. Seguramente es así. En todo caso, y si me equivocara, siento que aún estamos a tiempo con la mayoría de los niños y las niñas. Solo basta evitar cortar al mundo con ese cuchillo filoso del prejuicio que divide las cosas en dos y que, más tarde que temprano, terminará por herirnos, hiriendo la imaginación y el comportamiento de nuestros hijos.
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