Cuando Álvaro Uribe fue clave para que los del M-19 quedaran libres y pudieran hacer política

El expresidente, promotor del indulto al M-19 en 1992, nunca imaginó que Gustavo Petro, a quien salvó, llegaría a ser su mayor enemigo político

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julio 28, 2025
Cuando Álvaro Uribe fue clave para que los del M-19 quedaran libres y pudieran hacer política

El 20 de mayo de 1992, con 40 años cumplidos, Álvaro Uribe Vélez, un prominente senador liberal, que ya había sido alcalde de Medellín, director de la Aeronáutica Civil y concejal, pidió la palabra en la sesión de Congreso para pedir una sola cosa: perdón e indulto total a los guerrilleros del M19 que habían firmado la paz con su entonces jefe político, el presidente Virgilio Barco.

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En aquel salón del Senado había tensión. Hombres y mujeres del M-19 que habían dejado los fusiles sobre la mesa, varios de ellos ya hechos senadores y representantes a la Cámara, se encontraban atrapados en una maraña jurídica que amenazaba ponerlos tras las rejas: la justicia llamó a juicio a Antonio Navarro y a otros 25 dirigentes del M-19, al calificar la toma del Palacio de Justicia como un delito atroz y el indulto que ya tenían ganado con La Ley de indulto, firmada en 1989 por el presidente Virgilio Barco, excluía del perdón los delitos atroces.

Pero el senador antioqueño Álvaro Uribe, figura dentro del liberalismo, insistía en salvar el proceso de paz que ya estaba firmado, pero a punto de naufragar por las sombras del Palacio de Justicia, donde aún flotaba el eco de las llamas y los gritos.

El proceso que desembocó en esa escena había comenzado años atrás, bajo el gobierno de Virgilio Barco. En noviembre de 1988, el conservador Álvaro Leyva había logrado algo que parecía imposible: sentar al M-19 a dialogar con el Estado. Las primeras conversaciones, un puñado de reuniones en las que el café corría tanto como la desconfianza, se hicieron en Ciudad de México y Santo Domingo, Cauca. La guerrilla declaró un cese al fuego. Hubo declaraciones conjuntas, compromisos de paz y hasta un acto simbólico en el que, el 8 de marzo de 1990, los fusiles fueron depositados en silencio. El M-19, la guerrilla que había puesto en jaque a todo un país con la toma de la Embajada Dominicana y el asalto sangriento al Palacio de Justicia, decidió caminar por los senderos de la política.

El acuerdo parecía definitivo. La Ley 77 de 1989 había abierto la puerta del indulto a los delitos políticos y la Asamblea Nacional Constituyente de 1991, en la que los antiguos insurgentes obtuvieron 19 escaños, parecía sellar el pacto con la historia. Antonio Navarro Wolff presidía el triunvirato de la Constituyente; Otty Patiño, Vera Grabe, Carlos Alonso Lucio y otros excomandantes hablaban en el hemiciclo como legisladores y no como combatientes. Gustavo Petro, más silencioso que ahora, tomaba notas en su cuaderno de espiral. Todo era incierto, pero parecía que la paz había encontrado un resquicio.

Hasta que un juez sin rostro, con la frialdad de un sello sobre un expediente —tal como lo cuenta la Revista Semana— dictó un fallo que casi derrumba todo. Al considerar la toma del Palacio de Justicia un delito atroz, dejó a los líderes del M-19 a las puertas de la cárcel. Entre ellos estaban algunos que habían sido constituyentes, senadores o representantes, y otros que, aunque no tenían curul, cargaban sobre sí el peso de la firma de la paz. El proceso entero pendía de un hilo.

Fue entonces cuando el Senado vivió una de esas noches en que el país parece resumirse en unas cuantas palabras pronunciadas en un recinto. Uribe propuso crear una comisión que encontrara una salida legal, y la plenaria lo aprobó de manera unánime. Era casi medianoche cuando salió de allí con una carpeta bajo el brazo, dispuesto a reunirse con Humberto de la Calle, ministro de Gobierno; Fernando Carrillo, ministro de Justicia, y una decena de senadores de todos los partidos. En una semana redactaron un proyecto de ley, lo radicaron el 28 de mayo de 1992, y Álvaro Uribe estampó su firma como coautor.

El proyecto no usaba eufemismos: se invocaban “razones políticas” para evitar que los excomandantes terminaran tras las rejas. Hablaba de favorabilidad, de cosa juzgada, de la paz como un derecho y un deber, palabras que en boca de un joven senador liberal parecían una apuesta por la reconciliación. Así nació la llamada “Ley de reindulto”, la Ley 7 de 1992, que extendió el perdón incluso sobre los delitos que la Ley 77 de 1989 había dejado fuera. En la práctica, significaba que el Estado cerraba definitivamente los procesos penales contra quienes ya se habían reintegrado a la vida civil.

El tiempo, sin embargo, tiene una manera cruel de reescribir los gestos. El mismo Uribe que en 1992 defendía un indulto amplio, dos décadas más tarde sería el presidente que impulsaría la Ley de Justicia y Paz, con penas alternativas para paramilitares, y luego sería el crítico más duro de las negociaciones con las FARC. Desde entonces, ya como expresidente y líder natural del partido pólitico que encarna la derecha radical, repite que los delitos atroces no deben quedar impunes y que quienes los cometen no deben aspirar a cargos públicos. Pero 1992 recuerda a Uribe como uno de los arquitectos de un perdón total para los hombres del M-19.

Entre esos hombres estaba Gustavo Petro. No era el comandante carismático ni el estratega militar; había estado en la retaguardia de aquella guerrilla, en las ideas más que en los fusiles. Uribe Vélez no se imaginaría que muchos años después uno de los hombres que se beneficiaría de la ley de perdón que él impulsaba sería ese Gustavo Petro –entonces un muchacho flaco y de gafas gruesas— que se convertiría en su antagonista más feroz. El hoy Presidente se convertiría en su radical acusador de ser el padrino de los paramilitares.

La verdad es que Gustavo Petro se benefició de la ley que Uribe ayudó a parir. Sin ese reindulto, su vida habría podido seguir otro rumbo. Petro se volvió político, congresista, luego alcalde, luego senador y hoy es Presidente.

La historia, que tantas veces parece ficción, guardó esta ironía: el senador que en 1992 defendió la paz del M-19 terminó enfrentado a uno de sus beneficiarios, convertido en su antagonista más tenaz. En el fondo, la escena del 20 de mayo en el Senado, cuando Uribe habló para evitar que los exguerrilleros fueran encarcelados, no fue sólo un acto jurídico. Fue también un acto que sembró, sin que nadie lo supiera, la semilla de una rivalidad que definiría buena parte de la política colombiana de las décadas siguientes.

Esa noche de indulto y discursos, mientras se salvaba un proceso de paz, también se empezaba a escribir el guion de un duelo político que aún hoy sigue abierto.

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