Abelardo de la Espriella se ha convertido en una de las figuras más mediáticas de la política colombiana. Con su estilo confrontativo y sus aspiraciones presidenciales, pretende posicionarse como el líder capaz de “rescatar” al país. Sin embargo, cuando se examinan sus declaraciones públicas, sus antecedentes y su comportamiento, surge una conclusión inevitable: su perfil no solo resulta inconveniente, sino que constituye una amenaza directa para la democracia y para el marco de derechos fundamentales que deben regir cualquier sociedad libre.
Uno de los aspectos más alarmantes de su carácter quedó en evidencia en una confesión hecha por el propio De la Espriella: cuando era niño maltrataba gatos y les ponía pólvora “como diversión”. Aunque pueda parecer un episodio anecdótico, el hecho de que lo relatara sin remordimiento revela una preocupante ausencia de empatía y una normalización de la crueldad. Quien se jacta de esa conducta en su infancia muestra una personalidad que, lejos de suavizarse con los años, ha proyectado en su vida adulta un estilo agresivo e intolerante, evidenciado en sus intervenciones públicas.
De la Espriella no solo tiene un temperamento explosivo; también lo exhibe sin reparos. En entrevistas y declaraciones recientes, ha prometido gobernar “con terror” frente a los delincuentes, afirmando que “el que no se someta será dado de baja”. Además, ha recurrido a insultos contra adversarios políticos, llegando a calificar al presidente de la República como “subnormal”. Estas expresiones no son simples exabruptos: son evidencia de una visión autoritaria en la que el poder se ejerce desde la humillación, el miedo y la imposición, y no desde el debate democrático.
El problema no se limita a su estilo personal, sino a las implicaciones institucionales de sus propuestas. De la Espriella ha hablado de “un ejército de defensores de la democracia” dispuesto a actuar “por la razón o por la fuerza”. Este tipo de retórica no solo erosiona los límites entre la autoridad civil y la coerción militar, sino que abre la puerta a justificar atropellos bajo el pretexto del orden. En lugar de fortalecer las instituciones, se plantea un modelo de liderazgo que se ubica por encima de ellas, un camino conocido en América Latina que termina siempre debilitando los cimientos de la democracia.
A esto se suma un desprecio abierto hacia las expresiones populares de la identidad nacional. En distintas ocasiones, De la Espriella ha sido criticado por su elitismo y por declaraciones en las que denigra de la cultura popular, desde la gastronomía tradicional hasta las costumbres cotidianas del pueblo colombiano, actitud que lo distancia de la realidad de las mayorías y evidencia una desconexión con el país que aspira a gobernar. Un presidente debe ser capaz de valorar la diversidad cultural de su nación, no de ridiculizarla o mirarla con desprecio.
Es cierto que De la Espriella posee títulos y una sólida formación académica. Sin embargo, la educación que demanda la presidencia no se limita a diplomas; se trata de educación cívica, compostura, capacidad de diálogo y respeto por la institucionalidad. En su caso, los insultos, las amenazas y su lenguaje de confrontación permanente desmienten cualquier idea de que esté preparado para ejercer el poder con la altura y el autocontrol que el cargo exige.
En sus propias palabras, De la Espriella ha asegurado que su llegada a la Casa de Nariño sería para “encauzar el país a cualquier costo”. Ese “a cualquier costo” debería preocupar a todo ciudadano consciente, porque implica una visión política en la que los derechos, las libertades y los principios democráticos son sacrificables en nombre de la eficacia. Una democracia no se construye desde el miedo ni desde la exclusión, sino desde el respeto, la deliberación y el compromiso con la ley.
Colombia necesita líderes con firmeza, pero también con templanza; con carácter, pero no con arrogancia; con convicciones, pero no con desprecio hacia la diferencia. De la Espriella no encarna estas cualidades. Su historial, su discurso y sus propuestas delinean un proyecto de poder basado en el autoritarismo, la polarización y la amenaza. Darle las riendas del Estado no significaría resolver los problemas del país, sino crear otros mucho más graves: el debilitamiento de las instituciones, el atropello a los derechos humanos y la consolidación de una cultura política del miedo.
Por estas razones, resulta indispensable advertirlo: Abelardo de la Espriella no representa una alternativa democrática. Representa, por el contrario, un peligro latente para el futuro de nuestras libertades. La responsabilidad de los ciudadanos no es solo elegir, sino defender los valores que sostienen nuestra vida en común. Y frente a perfiles como el suyo, la defensa de la democracia comienza por decir no.
También le puede interesar:
Anuncios.
Anuncios.