¿Docentes por convicción o por necesidad? El fenómeno que preocupa al sistema educativo colombiano

Enseñar no es un plan B. La docencia exige vocación, no solo título. Sin amor, empatía y preparación, el aula se vuelve un lugar sin alma ni futuro

Por: EDINSON PEDROZA DORIA
julio 07, 2025
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¿Docentes por convicción o por necesidad? El fenómeno que preocupa al sistema educativo colombiano
Foto: Ministerio de Educación

En Colombia, enseñar se puede definir, entre los maestros de la vieja guardia, como una labor demasiado humana, capaz de transformar no solo a los individuos, sino a la sociedad misma. Sin embargo, observo con preocupación como esta noble práctica se ha desvirtuado, convirtiéndose en una opción financieramente viable para muchos advenedizos de otras áreas del saber. Llegan al magisterio sin relación alguna con la metodología, la didáctica o la pedagogía, colándose por los resquicios de las normas que algún gobierno introdujo para abaratar la inversión y dizque para mejorar la formación de los estudiantes, porque los maestros no eran competentes.

Hoy, algunos fungen como doctorados en pedagogía sin comprender el verdadero significado de esta disciplina epistemológica de la educación. El amor, la pasión y la idoneidad para enseñar se han convertido en una mercancía ofrecida al mejor postor. Para estos "docentes figurines", no importan los niños y jóvenes; lo que vale es el dinero para subsistir en una sociedad consumista. No pretendo decir que no debamos exigir una retribución económica justa por la labor educativa, sino señalar cómo esta mentalidad deteriora el quehacer pedagógico. Enseñar hoy no es transmitir fórmulas, recetas, datos o fechas para que los estudiantes repitan memorísticamente como loros. El acto de enseñar no debe ser frío, sin brújula ni norte; al contrario, como afirmaba alguien, es "un encuentro entre almas, un diálogo constante donde el conocimiento se entrelaza con la vida".

Esta reflexión aborda un problema gravísimo que afecta directamente a nuestro sistema educativo colombiano: la falta de pasión y amor por el proceso de enseñanza-aprendizaje en quienes llegan a las aulas. ¿Dónde quedó la genuina convicción, la vocación pedagógica, el amor por nuestros semejantes y la pasión por guiar a nuestras generaciones? Como maestro, soy consciente de mis propias falencias, las cuales intento corregir a diario. No soy el mejor, ni mucho menos, pero siento una profunda preocupación por lo que observo y una necesidad constante de reivindicar el corazón y la columna vertebral de nuestra profesión.

La educación es, en esencia, el Sistema Nervioso Central de cualquier sociedad. Dentro de este entramado vital, los maestros y maestras deben erigirse como verdaderos transformadores sociales. Su rol va más allá de impartir saberes descontextualizados y sin sentido; son "constructores de futuro", guías que moldean las mentes y cuerpos de niños y jóvenes de todas las clases sociales, forjando ciudadanos respetuosos de la vida, la familia, la cultura y la naturaleza. En definitiva, ciudadanos civilizados.

En este contexto, las aulas y corredores de nuestras escuelas se atiborran de presencias de quienes, con justa preocupación, llamo "docentes figurines". No son todos, por supuesto, pero un grueso número de ellos llegó con intereses de tener y no de servir a las jóvenes generaciones. Su único propósito es resolver su situación financiera, sin detenerse a pensar en la trascendencia de su labor sociocultural. Si bien pueden estar excelentemente formados en sus campos disciplinares, desconocen los elementos epistemológicos de la educación, sus propósitos y el andamiaje didáctico-pedagógico que la convierte en una ciencia multi-objetual, siempre en evolución para responder a las transformaciones de los tiempos.

Estos "figurines", más pendientes de las ropas de marca y las fragancias de moda, transitan por la carrera magisterial no por una genuina vocación pedagógica, sino movidos por una supuesta atractiva estabilidad económica o, lo que es aún más lamentable, por la falta de oportunidades laborales en sus campos profesionales. Lo que causa mayor resquemor es la indolencia de muchos; desconocen o ignoran la historia del Movimiento Pedagógico y descalifican el trabajo de quienes, a través de luchas sindicales y estudios, ofrendaron sus vidas por esta profesión. Como me señalara un colega, "esta realidad, lejos de ser un fenómeno aislado, no solo socava la calidad educativa, sino que desvirtúa el alma misma de la enseñanza".

Surge entonces la pregunta: ¿esos profesionales de áreas diferentes al magisterio, que incursionaron en este campo como última instancia, lo hicieron para "reencaucharse" en la docencia, o fue una transición tardía hacia una vocación guardada de contribución social? No es raro hallar en las filas del magisterio a profesionales formados en ingeniería, derecho, administración o tecnologías que se vinculan a la docencia en los niveles primarios y secundarios. Esto ocurre bien porque no encuentran oportunidades en sus profesiones al no estar suficientemente preparados, o bien porque ven una solución económico-financiera en el magisterio, ante la alta competencia en sus campos disciplinares. Esta es una pregunta para un debate necesario, aunque no sin antes reconocer que muchos de ellos, día a día, buscan prepararse para desempeñar bien su labor docente, lo cual es plausible. Sin embargo, hay otros que dejan mucho que desear.

Y sí, es cierto que, en algunos casos, esa vocación tardía es la verdad más pura. Pero la contundente realidad nos golpea con otra razón: muchos llegan al magisterio y, con ellos, a las aulas como un último recurso, un refugio ante la incapacidad de prosperar en sus profesiones de origen. Estos "advenedizos", como se les conoce en el argot popular, a menudo carecen de la preparación didáctica, de la comprensión de los complejos procesos de aprendizaje y, lo más doloroso, de la sensibilidad humana necesaria para conectar con la diversidad de experiencias estudiantiles.

Colegas maestros, la pedagogía no es un simple acto de transmitir información como si nuestros estudiantes fueran canecas vacías, es la combinación de ciencia y arte que exige dedicación, estudio continuo y, sobre todo, una profunda empatía. Quienes no lograron sobresalir en su campo y ven en el magisterio una salida monetaria rara vez poseen estas cualidades intrínsecas: amor, pasión y dedicación, máxime en estos momentos disruptivos. ¿De qué sirve un ingeniero que sabe de matemáticas si no sabe cómo encender la chispa del entendimiento en un niño? He sido testigo de cómo los estudiantes "desisten" ante un conocimiento que, aun estando en el profesor, "permanecía guardado en una caja que nadie podía abrir". Como también he visto a otros preocuparse porque sus discentes aprendan. Los felicito.

El argumento de que cualquier profesional con "conocimientos" puede enseñar es falaz y, me atrevo a decir, peligroso. Si bien el dominio de una disciplina es fundamental, nunca es suficiente. La pedagogía nos dota de las herramientas para transformar el saber en aprendizaje significativo, para adaptarnos a la diversidad de ritmos y estilos cognitivos, para gestionar un aula con corazón y mente, para motivar y para evaluar de manera constructiva.

Como bien señalaba el reconocido pedagogo Miguel Ángel Santos Guerra, "la enseñanza es una tarea que requiere vocación, formación y dedicación". Cuando estas premisas fundamentales se diluyen por la entrada de "figurines", el proceso educativo se resiente, nuestros estudiantes se ven privados de una guía efectiva y, en última instancia, el nivel académico general disminuye. La humanidad del proceso de aprendizaje se pierde en el camino.

Además, la llegada de estos docentes con motivaciones puramente económicas contribuye a una preocupante precarización simbólica de nuestra profesión. Si el magisterio es percibido como el "salvavidas" para quienes no tuvieron éxito en otras áreas, se perpetúa la idea errónea de que enseñar no requiere una preparación rigurosa y especializada. Esto desincentiva a los jóvenes talentos a optar por la carrera pedagógica y refuerza la imagen de que el magisterio es una opción secundaria, de último recurso.

La inversión en la formación docente y la valoración social del educador son cruciales para atraer a los mejores y más comprometidos profesionales. Pero mientras nuestras aulas estén pobladas por aquellos cuya principal motivación es la nómina, el verdadero valor de la enseñanza se verá comprometido. Aquí en Cartagena, y sin duda en muchos otros lugares de Colombia, necesitamos con urgencia cambiar esa percepción. La docencia debe dejar de ser vista como un camino alternativo para convertirse en una elección consciente, deseada y profundamente humana.

Enseñar no es fácil. Exige vocación, sí, pero también una preparación rigurosa, una capacidad infinita de adaptación y, sobre todo, una empatía inquebrantable. Como docente, señalo que nuestro deber no es solo impartir conocimientos, sino también guiar, acompañar y motivar a cada estudiante en la construcción de su proyecto de vida. Si deseamos mejorar la educación, si queremos que el Sistema Nervioso Central de nuestra sociedad sea fuerte y sano, debemos empezar por asegurar que quienes la construyen estén allí por convicción, por preparación y por un amor profundo por el ser humano que aprende. ¿Estamos dispuestos, como sociedad, a darle a los maestros y maestras el valor humano que verdaderamente se merecen?

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