El texto introductorio del Acuerdo Final de Paz de 2016 consigna:
“La construcción y consolidación de la paz, en el marco del fin del conflicto, requiere de una ampliación democrática que permita que surjan nuevas fuerzas en el escenario político para enriquecer el debate y la deliberación alrededor de los grandes problemas nacionales y, de esa manera, fortalecer el pluralismo y por tanto la representación de las diferentes visiones e intereses de la sociedad, con las debidas garantías para la participación y la inclusión política”.
El Acuerdo fue mucho más allá de las antiguas FARC, cuando se refirió a la posibilidad de que surgieran nuevas fuerzas políticas con toda clase de garantías para la participación y la inclusión. Como diría Mao Zedong: “Que se abran cien flores y florezcan cien escuelas del pensamiento”. Fue lo que se quiso para la democracia colombiana. La cual, obviamente, ofrecía a las antiguas FARC los brazos abiertos, como al hijo pródigo.
El conflicto no fue fácil. Ambas partes lo reconocieron expresamente al comenzar la Introducción del texto:
“Luego de un enfrentamiento de más de medio siglo de duración, el Gobierno Nacional y las FARC-EP hemos acordado poner fin de manera definitiva al conflicto armado interno.
La terminación de la confrontación armada significará, en primer lugar, el fin del enorme sufrimiento que ha causado el conflicto. Son millones los colombianos y colombianas víctimas de desplazamiento forzado, cientos de miles los muertos, decenas de miles los desaparecidos de toda índole, sin olvidar el amplio número de poblaciones que han sido afectadas de una u otra manera a lo largo y ancho del territorio, incluyendo mujeres, niños, niñas y adolescentes, comunidades campesinas, indígenas, afrocolombianas, negras, palenqueras, raizales y Rom, partidos políticos, movimientos sociales y sindicales, gremios económicos, entre otros. No queremos que haya una víctima más en Colombia”.
Ambas partes sabían de su responsabilidad. El mismo Acuerdo estableció unas reglas para reconocerlo y repararlo hasta donde fuera posible. Sin embargo, con el tiempo y en la práctica, lo que observamos con irritación los antiguos alzados, es que las responsabilidades de los funcionarios estatales de todos los niveles, de los partidos políticos tradicionales, de los gremios económicos, los grandes medios de comunicación, de las fuerzas militares, particularmente de sus mandos, han sido difuminadas, como si nunca hubieran existido.
Eso, vulgarmente, se llama conejo. Los únicos actores que se han tomado en serio el reconocimiento de la verdad, de la responsabilidad, del perdón y la reparación son, inequívocamente, los que militaron en las filas de las FARC. El antiguo Secretariado de esta organización, así como su cuerpo de mandos de bloques y frentes, ha admitido, generosamente, hasta las canalladas más inverosímiles que se les haya querido imputar. La JEP, ni por decencia, pone en cuestión los evidentes falsos testimonios.
Cuando hacia 2006 se intensificó la arremetida brutal con los bombardeos aéreos indiscriminados, las operaciones masivas de las brigadas móviles, la tecnología de punta en inteligencia de combate, la infiltración de agentes entre la población civil y las filas guerrilleras, las capturas en manadas de la población campesina, los montajes judiciales y los chantajes a las familias y colaboradores de la guerrilla, se produjo, naturalmente, la pérdida de la regular comunicación entre los mandos centrales y la fuerza dispersa por todo el territorio.
Así que el estricto control sobre sus subordinados sufrió una ruptura forzosa, que bien pudo producir la práctica de desviaciones y abusos en algunas unidades aisladas. Es lo que en forma sobremanera humilde reconocen los anteriores jefes y firmantes comparecientes. Ahora, con base en testimonios fantasmas, se quiere hacerlos responsables directos de toda clase de suciedades. Con evidente felicidad de los grandes medios.
Terratenientes, ganaderos y empresarios financiaron ese criminal accionar, así como fueron sus encubridores desde presidentes, alcaldes, gobernadores y jefes políticos
Distinto pasa con el Establecimiento. Cualquier habitante de los territorios puede testimoniarlo. La barbarie paramilitar estuvo dirigida y monitoreada todo el tiempo por los mandos superiores de las fuerzas armadas, admitida y protegida por las unidades militares y policiales a su alrededor. Los jefes paramilitares eran entrevistados como estrellas de la farándula en las grandes cadenas informativas. Terratenientes, ganaderos y empresarios financiaron ese criminal accionar, así como fueron sus encubridores desde presidentes, alcaldes, gobernadores y jefes políticos.
Las ejecuciones extrajudiciales o falsos positivos respondieron a orientación escrita del Ministerio de Defensa. No se trata de que unos coroneles o sargentos asediados judicialmente, valientemente, comparezcan ante la JEP reconociendo abiertamente su participación. Lo justo que el aparato estatal, en todos sus poderes, los que mantuvieron sus riendas, ordenaron la ejecución de crímenes horrendos y los materializaron, los que prefirieron no mirar y los que aplaudieron, respondan efectivamente por sus hechos. Fue lo que se pactó.
Hoy, desde el mismo Establecimiento que firmó el Acuerdo, celebran anticipadamente las sanciones de la JEP y festejan que el partido de las antiguas FARC pueda perder su personería jurídica, sin pensar en las graves consecuencias que acarrea semejante incumplimiento.
Del mismo autor: Las FARC que yo conocí fueron otras
Anuncios.
Anuncios.
