El atentado contra Miguel Uribe Turbay no fue un rayo en cielo sereno. Fue la tormenta anunciada por años de polarización, insultos y discursos beligerantes que han degradado el debate político en Colombia. No hay excusas ni atenuantes; dispararle a un precandidato presidencial es atentar contra la democracia. Pero tampoco se puede fingir sorpresa. Las palabras tienen consecuencias, y este país lleva años construyendo una peligrosa normalidad con retórica inflamable.
El ataque, cometido por un adolescente de 14 años que dijo haberlo hecho “por plata, por su familia”, hiela la sangre por lo que dice y por lo que recuerda. Colombia conoció bien, en décadas pasadas, a los “niños sicarios”, instrumentalizados por mafias y poderes oscuros que sabían cómo aprovechar la miseria. Que en 2025 volvamos a ver esta imagen es un fracaso colectivo. Pero hay una diferencia alarmante y es que hoy la violencia parece tener también un combustible político directo.
Todos los sectores condenaron el atentado. El presidente Petro, los expresidentes, los líderes de derecha y de izquierda, incluso los que no comparten una sola idea con Uribe Turbay, rechazaron la violencia y se unieron en una declaración conjunta. Bien por ellos. Pero esa condena, aunque necesaria, no es suficiente si no viene acompañada de un mea culpa real por la forma en que han contribuido al clima envenenado que vivimos.
Porque no basta con lamentar la violencia si al día siguiente se vuelve a azuzar el odio. No basta con abrazar a las víctimas si se sigue lanzando gasolina sobre la hoguera en cada discurso, trino o rueda de prensa. Petro ha hablado de “nazis”, ha insultado al Congreso, ha calificado a sus críticos de “canallas” y ha llamado “hijueputas esclavistas” a quienes no apoyan sus reformas. Álvaro Uribe, por su parte, ha advertido una y otra vez sobre un “neocomunismo” que vendría a acabar con la libertad, mientras María Fernanda Cabal convierte la estigmatización en su lengua materna. Y desde la izquierda radical, Gustavo Bolívar tampoco ha sido ajeno a ese mismo lenguaje incendiario, aunque hoy, con lucidez, haga un llamado a desescalar.
Las redes sociales se han convertido en trincheras donde las bodegas digitales, de izquierda y derecha, disparan insultos, calumnias y desinformación con absoluta impunidad. Allí, el insulto rápido vale más que el argumento, y los algoritmos premian la rabia. El fenómeno de cámara de eco hace que cada quien lea solo lo que confirma sus prejuicios, amplificando el odio y deshumanizando al contradictor. En medio de ese caos mediático, la violencia simbólica termina normalizada, y alguien, tarde o temprano, lleva esa violencia del teclado al gatillo.
Este atentado debería ser un punto de inflexión. Una línea roja. Si los líderes políticos no son capaces de entender que sus palabras pueden inspirar, pero también pueden matar, entonces no merecen el lugar que ocupan. Es fácil culpar a un “adolescente reclutado”, a un “actor desconocido”, a “las sombras del crimen organizado”. Pero, ¿quién ha cultivado el resentimiento? ¿Quién ha convertido al contradictor en enemigo? ¿Quién ha sembrado la idea de que el otro no solo está equivocado, sino que es ilegítimo, corrupto o peligroso?
Si de verdad quieren honrar a Miguel Uribe, si quieren que Colombia no regrese a los años del plomo y del miedo, los líderes deben comprometerse a algo más que un comunicado. Deben pactar públicamente que no volverán a usar el discurso político como instrumento de guerra. Que el micrófono no será una pistola verbal, que el Twitter no será un campo de batalla, que la tribuna no será una tarima para el odio. Que no habrá más arengas disfrazadas de discursos de Estado, ni más discursos de odio disfrazados de opiniones firmes.
Hoy, Miguel Uribe lucha por su vida. Y con él, lucha la posibilidad de una Colombia donde las diferencias no se resuelvan a tiros. Ojalá esta vez no tengamos que hablar de un magnicidio. Ojalá Miguel sobreviva y con él, la esperanza de un país que aún puede darse otra oportunidad.
También le puede interesar:
Anuncios.
Anuncios.
