A Hermano Sol lo recuerdan en las pistas como si fuera un patriarca. Un caballo de paso fino que movía el cuello con la elegancia de un torero viejo, seguro de que cada paso era una reverencia. Lo aplaudieron en Palmira, lo aplaudieron en Bogotá, lo celebraron en videos que hoy flotan en redes sociales como reliquias. Y sin embargo, a pesar de tanta memoria, hoy es poco menos que un fantasma: un animal costoso por el que nadie responde, que se evaporó de los inventarios del Estado como si la tierra se lo hubiera tragado.
Dicen que vale lo mismo que una finca grande, que sus crías se han multiplicado en las pesebreras de medio país, que sus saltos de monta costaban más que el salario de un año de un trabajador común. Pero cuando se le pregunta a la Sociedad de Activos Especiales (SAE) —la entidad encargada de administrar los bienes incautados a los narcos— por su paradero, no hay respuesta. Así lo dice el periodista Iván Serrano, que ha investigado el tema.
El hombre que lo compró y lo cabalgó
A Joaquín Mario Valencia Trujillo lo conocían como El Caballista. No porque fuera un experto domador de potros salvajes, sino porque su vida giraba alrededor de esos animales que en Colombia son parte de un ritual de prestigio. Los caballos lo acompañaban a ferias y competencias, eran su sello social. Pero en realidad, detrás de las crines y los trofeos, había otra historia: la de un hombre que terminó extraditado a Estados Unidos y condenado a cuarenta años por mover toneladas de cocaína en barcos que surcaban el Pacífico.
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Lo capturaron en 2003, en Cali, en un allanamiento que parecía rutinario. Al año siguiente ya estaba en una celda en Tampa, señalado como pieza clave de un engranaje que heredó las rutas del Cartel de Cali. Mientras tanto, aquí quedaban sus caballos: Patrimonio del 8, Barú y, por supuesto, Hermano Sol, que era su joya más preciada.
El criadero La Luisa, levantado por él narcotraficante, que fue socio de los hermanos Rodríguez Orejuela en Jamundí, se convirtió en escenario de sus dos pasiones: los equinos y la coca. Allí había caballos campeones que se lucían en los juzgamientos y, al mismo tiempo, una fachada elegante para disimular el dinero que entraba a raudales desde los cargamentos enviados al norte.
El linaje de un emperador
Hermano Sol no surgió de la nada. Su abuelo, Tupac Amaru, fue un caballo mítico que perteneció a Gonzalo Rodríguez Gacha, alias El Mexicano. Fue el símbolo de una época en la que los capos construían pesebreras con los lujos más estrambóticos y bebederos automáticos, y hasta celebraban cumpleaños a los animales.
El nieto heredó esa sangre, y la multiplicó. De sus crías han salido campeones que todavía ganan aplausos en el circuito internacional. Se calcula que ha dejado miles de descendientes, como si cada paso suyo en la pista se hubiera reproducido en otra generación de caballos orgullosos.
En el ambiente del paso fino, Hermano Sol es sinónimo de linaje. Es un nombre en el mundo de las ferias equinas se pronuncia con la misma devoción con la que un coleccionista de arte habla de un Picasso.
El momento en que se perdió Hermano Sol
La caída de El Caballista arrastró a sus bienes. El Estado incautó haciendas, cuentas bancarias, caballos. En teoría, todo debía pasar a manos de la SAE. Pero lo que ocurrió con el animal más querido por el narcotraficante es un capítulo más de esa novela de enredos que acompaña siempre la administración de los bienes de la mafia.
Cuando en 2024 la SAE adjudicó a la empresa privada Agroindustria Renacer el manejo de todos los animales incautados, lo lógico era que este caballo estuviera en el listado. No apareció. Ni en los archivos digitales ni en las actas de entrega. Nadie sabe con certeza en qué pesebrera duerme, ni bajo qué figura legal está resguardado. Nadie sabe quién lo tiene.
Y aun así, cada tanto, como si quisiera demostrar que sigue vivo, se deja ver en Instagram. En mayo pasado circuló un video suyo en la Copa América de Palmira. En la grabación se ve un caballo maduro, homenajeado con reverencias, como si fuera un viejo general al que se le agradecen las batallas.
Lo curioso es que, oficialmente, el animal no pertenece a nadie. O pertenece a todos, es decir, al Estado. Pero la SAE guarda silencio. No hay registros claros. No hay documentos que digan dónde está. En un país donde han desaparecido hasta edificios enteros de los inventarios oficiales, que se pierda un caballo parece un detalle menor. Y sin embargo, ese detalle revela todo un sistema de negligencias.
En septiembre de 2003, un reportaje hablaba de las tretas de los narcos para seguir controlando sus bienes desde la cárcel. Entre los ejemplos, aparecía El Caballista, empeñado en seguir dominando sus caballos pese a la incautación. Veintidós años después, su sombra todavía ronda. Nadie dice que Valencia tenga aún la mano sobre Hermano Sol. Pero el silencio, la falta de registros, las apariciones esporádicas en las ferias, alimentan la sospecha de que la frontera entre lo incautado y lo privado nunca estuvo bien dibujada.
Hermano Sol es hoy algo más que un animal de sangre fina. Es el espejo de un país donde el lujo de los capos termina convertido en botín oficial, pero se pierde en un mar de papeles y silencios. El caballo que una vez caminó con porte imperial en las pistas, hoy cabalga en la memoria como un fantasma. No porque haya muerto, sino porque su paradero se convirtió en una pregunta sin respuesta. En esa incertidumbre late una metáfora dolorosa: la del Estado que se enorgullece de quitarle a los narcos sus tesoros, pero que no es capaz de cuidarlos ni de decir en dónde están.
Hermano Sol, el caballo fantasma, sigue ahí. No en los inventarios, no en los informes, sino en la memoria de los criadores que lo veneran, en los videos que lo muestran erguido, en el rumor de las pistas. Como si su destino fuera recordar a cada paso, que en Colombia incluso un caballo de miles de millones puede desaparecer sin dejar rastro.
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