Hoy, es muy probable que los pobres vendedores estacionarios de la carrera séptima en el centro de Bogotá no lleven alimentos a sus hogares.
La insigne vía ha sido despejada desde muy temprano por las autoridades. Está previsto, para un poco después de las nueve de la mañana, el desfile de un cortejo fúnebre de un hombre asesinado, nieto de un expresidente de la República. Hasta la basura cotidiana ha desaparecido, en su totalidad y por encanto, de todas las aceras y calzadas, una prueba más de que sí es posible deshacerse de esta prontamente y de manera efectiva. En los días corrientes, sin embargo, es el pueblo raso el que debe sobreaguar entre tanto desecho. Otros más, en cambio, parecen flotar por allí, porque son las llantas de sus carros blindados las que se encargan de mantenerlos a distancia ante tanta inmundicia.
Los empleados madrugadores se notan perplejos cuando, al descender de sus autobuses, descubren los espacios vacíos donde antes se asentaban los puestos del café fresco, la fragante agua aromática o la sebosa arepa de queso; ya es posible transitar sin obstáculos por esas aceras. A lado y lado, algunas cafeterías empiezan a abrir sus puertas y se perciben los rostros sonrientes de sus dueños, que desde ya imaginan el aumento de sus ventas, sobre todo porque la competencia de tanto desposeído se ha esfumado. Si alguien desea un café caliente y fresco, pagará los rígidos 8 mil pesos, y no los mil pesos callejeros que se acompañan con una charla espontánea, una emisora popular y un vaso plástico y desechable, que se sostiene solo por el borde superior para evitar un ardor intenso.
Cada venta callejera, por lo regular, habilita a sus dueños para conseguir el pan y los gastos obligatorios diarios de subsistencia. Por eso, nada extraño es verlos también trabajando los domingos y días festivos, sin calcular el número de horas en que sus rostros se ajan por el sol, la lluvia o el viento. Se trabaja mientras el sueño no lo impida, y así pueden pasar 30, 40, 50 o 60 años, como han pasado sus padres, abuelos, bisabuelos…
Sin embargo, el hambre ajena hoy no importa; tampoco importa si cientos de niños despiertan mañana y salen a trabajar (y unos pocos a un colegio público) sin probar alimento. El país y el mundo deben asombrarse (porque allí estarán los medios de información) ante el crimen contra un hombre, uno, que fue concejal y secretario de gobierno de la ciudad, senador y miembro de un partido político extremista, que murió hace dos días luego de mantenerse en cuidados intensivos por cerca de dos meses en una de las clínicas más reputadas de la ciudad.
Esos más de 60 días, todos los medios masivos de información y el infinito universo de las redes sociales del país han propagado sin tregua los detalles relacionados con la convalecencia de esta víctima de la intolerancia. Las 24 horas de cada día de esos dos meses, no han cesado los comunicados oficiales y extraoficiales sobre las condiciones de salud de este mártir de la patria. Con esa inundación de reportes, se han formado lagos, y quizás mares, de lamentos, de clamores, de suspiros, de sollozos. La profunda sensibilidad y el inimaginable candor de sentimientos para que toda una nación se solidarice con esta tragedia nacional quedarán en la historia como la huella imborrable de la conciencia plena de todos los conciudadanos. Por supuesto, todo asesinato (¡todo asesinato!) debe ser rechazado, despreciado, censurado, abominado, repudiado…
El resto de los días, los humildes vendedores de la carrera séptima en el centro de Bogotá ignoran por completo que sus iguales, en otras partes del país, son asesinados y que para ellos jamás habrá desfiles, ni pompas, ni oraciones, ni marchas, ni pancartas, ni flores... Y la ingenuidad y el mismo adoctrinamiento los lleva a decir que hoy hay un desfile porque “se murió una persona importante”, como si todos los seres humanos, según dicen que dice un dios, no fueran “importantes”.
Y por la lógica simple que da la lectura, que es el secreto ocultado a los pobres para evitar que tomen conciencia de su miseria, se evocan las escenas de Los miserables, de Víctor Hugo, o los anuncios y ruegos para la humanidad que dejó Dostoievski en Pobres gentes o en Humillados y ofendidos.
En pleno centro, entonces, se despeja la avenida más representativa de la historia de este país, agobiado y doliente, como se dice en una aparte del gran mito que los humillados y ofendidos han creído durante siglos, y que ha funcionado como la inmensa muralla invisible para encerrar su libertad. No bien el sol empieza a regalar su luz y su calor en esta fría ciudad, que lo es también por su clima, los agentes de policía van recorriendo en motocicleta esa pasarela nacional para verificar que ningún vendedor callejero se haya instalado, como es habitual en otros días, en cualquiera de los costados. Allí solo se aceptarán a los batidores de pañuelos blancos o a los aduladores oportunistas. Serán aplastadas las hormigas que no se aparten al paso del elefante.
No obstante, es muy curioso que este año no se hayan organizado unas pompas fúnebres (fúnebres, sí; pero sin pompas) para despedir a algunas otras personas asesinadas. Entre líderes y lideresas, la Defensoría del Pueblo ha registrado 1 569 personas asesinadas entre enero de 2016 y mayo de 2025. Y este año hasta el 31 de mayo, 81 han sido las víctimas mortales.
¡Qué raro! Es descomunal la desproporción entre esos cientos y ese uno. A pesar de eso, las inundaciones informativas solo por uno cubrieron, por más de dos meses, los tiempos y los espacios de los medios más reconocidos de Colombia, sin contar los miles o millones de usuarios que por las redes sociales replicaron el llanto de todo un país. Bueno: ¡el poder arma espectáculos hasta con la muerte!
¡Vaya uno a saber! Es posible que algunos lloren únicamente por la muerte de cierto poder o de cierta fama. Otros, en cambio, lloran por todas las trágicas muertes del resto de los humanos. Es un fenómeno extraño, quizás porque se piensa o se cree que no todas las personas son personas, que no todos los humanos son humanos.
Es muy complicado entender cómo los organizadores de estos desfiles incluyen un oficio religioso, cuyo Dios ha reiterado durante 20 siglos que ante Él todos somos iguales, sin que importe por enésima vez que no haya alimento para unos niños pobres, miserables, sin educación, maltratados, desnutridos, colombianos, asesinados, hijos y nietos de pobres, miserables, sin educación, maltratados, desnutridos, colombianos, asesinados…
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