La reciente aprobación por parte de la Registraduría Nacional del comité promotor para una consulta popular sobre el inglés como segunda lengua oficial en la educación pública colombiana ha encendido debates en distintos sectores. A primera vista, la propuesta parece alinearse con los ideales del progreso, la globalización y la equidad de oportunidades. Sin embargo, una mirada crítica revela que la medida, lejos de cerrar brechas, podría profundizarlas si no se acompaña de una política educativa seria, contextualizada y verdaderamente inclusiva.
El inglés, sin duda, es hoy una lengua franca en numerosos campos: ciencia, tecnología, diplomacia, comercio y entretenimiento. Aprenderlo puede abrir puertas, ampliar horizontes y facilitar la participación en un mundo cada vez más interconectado. Pero el acceso a una lengua no es igual a la imposición de una lengua. Y mucho menos en un país cuya deuda con la educación pública es aún estructural y dolorosa.
No deja de ser paradójico que se pretenda declarar oficial el inglés en un sistema educativo que ni siquiera garantiza el pleno dominio del español a todos sus estudiantes. Las cifras de comprensión lectora, producción escrita y pensamiento crítico en lengua materna siguen siendo alarmantes. En muchas zonas rurales del país, el acceso a docentes formados, bibliotecas, conectividad o incluso infraestructura básica sigue siendo precario. ¿Cómo se implementará, entonces, una enseñanza del inglés de calidad? ¿Con qué recursos? ¿Con qué visión pedagógica?
La desigualdad no solo se mide en cifras económicas. También se mide en el acceso a los códigos culturales que permiten moverse en el mundo. Si el inglés se convierte en requisito para la vida, pero solo algunos pueden aprenderlo bien, se habrá institucionalizado una nueva forma de exclusión. Las élites reforzarán su dominio; los sectores populares cargarán con otra expectativa incumplida. La brecha digital podría verse acompañada por una brecha lingüística aún más sofisticada.
Por otra parte, ¿qué lugar ocupan las lenguas originarias en esta discusión? Colombia es un país multilingüe y pluriétnico. El reconocimiento simbólico y práctico de nuestras lenguas indígenas ha sido históricamente marginal, cuando no folklorizado. La imposición del inglés como segunda lengua oficial —sin haber garantizado el respeto, revitalización y enseñanza de las lenguas ancestrales— no solo invisibiliza esas luchas, sino que reproduce una lógica colonial de “civilizar” desde fuera, de mirar hacia el norte como destino inevitable.
Este no es un alegato contra el inglés, sino contra su fetichización. El inglés puede y debe ser enseñado, pero con sentido crítico, con justicia educativa, y con una pedagogía liberadora. Un inglés que no sea símbolo de estatus, sino herramienta de participación; que no reproduzca la lógica utilitaria de “aprenderlo para sobrevivir”, sino que abra espacios para la creatividad, la interculturalidad y la comprensión del mundo.
Si de verdad queremos una educación que prepare a las y los jóvenes para un futuro global, empecemos por fortalecer su arraigo, su identidad, su lengua materna. Solo así el inglés podrá ser un puente, y no una barrera. La consulta popular puede abrir una conversación necesaria, pero no debemos dejar que la seducción del bilingüismo nos haga olvidar la pregunta más importante: ¿para quién es el inglés, y con qué propósito?
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