Odontólogo de formación, precursor de la implantología en Colombia y galardonado internacionalmente en Alemania, Amilkar Ariza es un artista que nació en Riohacha y que con la perfección de los colores y las formas trazó un rumbo diferente a su vida y a su historia.
“Siempre tenía mano y mente y espíritu para hacer arte”, dice con voz fuerte y esa cadencia costeña que nunca abandona y que parece cargada de nostalgia. Y es que su tránsito de los instrumentos de odontología al cincel no fue un capricho, sino una vuelta a casa, obedeció a su naturaleza interior.
La obra de Amílkar Ariza no es ajena a su contexto. Es pública, monumental, profundamente selectiva en su elección de personajes. Uno de sus trabajos más conocidos es la escultura en bronce a Carlos El Pibe Valderrama, instalada en Santa Marta. Esta surgió por una pregunta lanzada en la ciudad de Miami: “¿Por qué le haces esculturas a los deportistas de Estados Unidos y no a los nuestros?”
Era 2002, y Ariza acababa de entregar una escultura de Iván Pudge Rodríguez, considerado como uno de los mejores catchers defensivos en la historia del béisbol, y la interpelación lo sacudió. “Yo no tengo ningún motivo para hacer una escultura de un deportista colombiano”, admitió entonces. Pero bastó el comentario para que, luego, emergiera un motivo que sí lo remeciera: el retiro de Carlos El Pibe Valderrama, una de las figuras emblemáticas del fútbol nacional. Y con él, la oportunidad de inmortalizar no solo a un gran futbolista, sino a un ícono cultural, a un símbolo del Caribe.
Durante más de tres décadas, jugador aficionado de golf, este artista guajiro encontró en el deporte una fuente de inspiración estética y emocional. “Los campos de golf son paraísos terrenales”, dice. “Allí me inspiraba e incluso componía canciones”. Porque sí, además de escultor y pintor, también es compositor de vallenatos. Su tema Un canto a Rafa lo escribió el mismo día en que murió Rafael Escalona, su amigo entrañable. No fue a su funeral y prefirió recordarlo jugando golf y escribiendo para la música de acordeón.
Es el golf la pasión que ha llevado al bronce. Sus series de golfistas han sido expuestas en Estados Unidos, donde sus propuestas fueron recibidas con entusiasmo, contribuyendo a una nueva corriente en la escultura deportiva. Pero más allá del tema, lo que define su obra es la convicción de que una escultura debe trascender el objeto: debe transformar el espacio donde se instala.
“No hago esculturas de cualquiera. Uno debe tener mucho cuidado al inmortalizar a un personaje. No basta con ser buen deportista; hay que ser buen ser humano”, dice con una postura que mezcla autenticidad ética y seriedad profesional. Su próximo proyecto apunta a otro referente: Arnoldo El guajiro Iguarán, esa máquina de hacer goles tanto con la Selección Colombia como en los equipos donde militó. “Él sí lo merece. Será una escultura en Ríohacha, su tierra y mi tierra natal”, afirma. Y, desde ya, se puede decir que esa escultura gozará de un gran recibimiento en el país.
Arte para el turismo y la identidad
La monumentalidad, lejos de ser un capricho, es para Ariza una estrategia de desarrollo. “Cuando hice la escultura del Pibe, muchos comenzaron a entender que una obra pública puede generar turismo, identidad, pertenencia. En Santa Marta, esa escultura recibe 500 visitantes diarios. Se toman la foto de rigor. Se vuelven parte del relato y del contexto”.
De esa manera abrió un camino que permanecía inexplorado. “Aquí solo estaba Fernando Botero haciendo arte monumental. Ahora hay otros escultores haciendo lo mismo y yo creo que contribuí a esa tendencia”. La idea la expresa sin ninguna clase de soberbia, sino con una mezcla de satisfacción y responsabilidad social. Porque, como reitera, la escultura no es solo forma; es también mensaje, memoria, es un legado.
Quizá la vida misma de Amílkar Ariza sea, en sí misma, una escultura en proceso. Una obra híbrida que desafía las clasificaciones convencionales. Y en tiempos donde el arte parece diluirse en la fugacidad de las pantallas, en la velocidad de lo efímero y sin transcendencia, su trabajo apuesta por lo permanente, por lo tangible, por lo que se puede tocar y mirar durante generaciones.
“Yo no hago arte para hoy. Lo hago para dentro de 100 años”, dice. Y uno entiende que no es una metáfora o el empolvado lugar común de una conversación para los medios. Es una promesa, un objetivo. La posición de un artista que interpreta la importancia de la actividad creadora y la poesía. Esa dimensión ontológica que –para muchos– posibilita la inmortalidad, la no derrota ante la muerte.
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