¿El regaño de Petro al ministro Rosero fue un acto racista?

Aunque el gobierno de Petro es el más diverso, el regaño a Rosero mostró que aún persisten jerarquías raciales y exclusión en el ejercicio del poder

Por: Martín López González
julio 21, 2025
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¿El regaño de Petro al ministro Rosero fue un acto racista?
Foto: Presidencia

En el escenario político colombiano, la representación de los históricamente excluidos ha sido una conquista tan lenta como dolorosa. La llegada al poder de figuras como la vicepresidenta Francia Elena Márquez Mina y el ministro Luis Gilberto Murillo ha significado un giro inédito hacia la inclusión real de los pueblos racializados y marginados. El actual gobierno encabezado por Gustavo Petro ha sido justamente valorado por su composición diversa, paritaria y territorial. Nunca en la historia republicana colombiana se había visto tal nivel de pluralidad étnica, de género y de origen social en los altos cargos del Estado.

Sin embargo, como sociedad, debemos estar en capacidad de sostener dos verdades al mismo tiempo: sí, este es el gobierno más inclusivo que hemos tenido, y al mismo tiempo, sigue reproduciendo lógicas jerárquicas, centralistas y racializadas que se resisten a ser desmontadas.

El más reciente episodio que lo ilustra fue el regaño público del presidente Gustavo Petro al ministro de Igualdad y Equidad de Colombia, Carlos Alfonso Rosero, durante un Consejo de Ministros televisado. Frente a cámaras y funcionarios, el presidente interpeló al ministro con un tono severo y le señaló errores de exclusión en su propio ministerio. La imagen que quedó no fue simplemente la de un superior corrigiendo a un subordinado, sino la escena dolorosa —y cargada de simbolismo histórico— de un hombre blanco-mestizo, reprendiendo fuertemente a un hombre negro en un espacio de poder.

¿Se trató de racismo? Esa es una pregunta que divide opiniones, y cuyo abordaje requiere más que la lógica binaria del “sí” o el “no”. Lo que resulta innegable es que las relaciones de poder en Colombia están marcadas por una herencia colonial que aún estructura nuestras percepciones, comportamientos y jerarquías. Un gesto que podría pasar desapercibido si el ministro hubiese sido blanco o mestizo, adquiere una connotación completamente distinta cuando se dirige a un hombre negro que representa —en lo simbólico y en lo político— la lucha por la dignidad afrodescendiente y popular.

Este hecho ocurre, además, en un momento de alta susceptibilidad política, en medio de una precampaña donde cada palabra, cada gesto y cada omisión adquiere peso estratégico. No es casual que los sectores conservadores y racistas hayan tratado de capitalizar el incidente para debilitar al gobierno y sembrar fisuras dentro del mismo bloque progresista. Pero, tampoco podemos permitir que el progresismo silencie la crítica legítima, escudándose en el temor a hacerle el juego a la derecha. El silencio cómplice también reproduce exclusión.

La pregunta de fondo no es si Rosero fue regañado con razón o no, sino por qué ciertos cuerpos siguen siendo corregidos en público como si no tuvieran derecho a equivocarse en privado. ¿Por qué el margen de error es más estrecho cuando se trata de un ministro afro, de una vicepresidenta mujer negra o de una líder indígena? ¿Por qué se juzga con lupa a quienes encarnan la diversidad, mientras se tolera con indulgencia a quienes siempre han detentado el poder?

Este episodio nos obliga a diferenciar entre representación y transformación. No basta con tener diversidad en la foto oficial si no hay redistribución efectiva del poder. La representación sin autonomía termina siendo simbólica o instrumental. La transformación verdadera implica revisar los modos en que se ejerce el poder, los tonos con que se habla, las maneras en que se respeta —o se humilla— al otro. Inclusión sin respeto no es inclusión: es subordinación decorada.

Como ciudadano afrodescendiente que ha vivido, sentido y pensado la exclusión desde adentro, no puedo quedarme en el silencio cómodo ni en la crítica oportunista. Siento gratitud por lo logrado, pero también responsabilidad con lo que falta. Y lo que falta es mucho: desmontar la colonialidad del poder, el clasismo institucional, la arrogancia pedagógica con que algunos se creen con el derecho de corregir, señalar y humillar, aun cuando se autoproclamen como los padres del “cambio”.

Este gobierno ha abierto una puerta que no se puede cerrar. Pero abrir la puerta no es suficiente si los que entran deben agachar la cabeza, corregirse más rápido que los demás y son observados con la lupa de la sospecha. Queremos estar en el poder, sí; pero no para ser corregidos públicamente como niños desobedientes, sino para transformar ese poder en algo radicalmente distinto.

La lección del regaño a Rosero no es que se equivocó —todos lo hacemos—, sino que todavía no hemos comprendido lo que significa compartir el poder desde la horizontalidad, la dignidad y el respeto mutuo. Si no lo aprendemos ahora, quizás perdamos una oportunidad histórica de pasar de la representación simbólica a una transformación estructural y verdadera.

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