Se llama Francisco Javier Palacios Giraldo, pero nadie lo nombra de esa manera. Todos lo conocen simplemente como «Pacho Palacios» , un hombre que ama la música, la hace, la canta, la vive. Trotamundos y andariego, Pacho ha sentido en ocasiones que su patria chica le queda estrecha. Sin pensarlo demasiado, se ha lanzado a recorrer los caminos del mundo para gozar la vida con intensidad.
Siempre anda ligero de equipaje, pero con el alma repleta de recuerdos. Al hombro lleva, como parte de su ser, la guitarra con la que canta sus alegrías y sus penas. Recientemente, se cansó de andar añorando su tierra, el aroma de los cafetales, la amabilidad de su gente caicedonense. Regresó colmado de recuerdos, nuevas experiencias y propuestas para compartir.
Lo encontré en su oficio, cantando desde el alma, narrando con canciones lo que acontece en la vida y emocionando a la gente con su canto y sus historias adornadas con música.
Nos saludamos y nos dimos un abrazo, ese que la vida y los caminos distintos nos había impedido compartir. Hablamos. Quería saber qué había descubierto de nuevo para su vida, sus emociones y su creatividad, para compartir con su gente.
—Hace tres meses que estoy de nuevo en Caicedonia —dice—. Sigo con la música, que es mi compañía y mi elección de vida. Trabajo con los jóvenes, enseñándoles a acariciar la guitarra para que exprese nuevas emociones y también a descubrir ese ritmo de la percusión tan parecido al que nos dicta el corazón.
—Como sabes —dice sin amargura—, viajar te obliga a hacer de todo para ganarte el sustento. Trabajé en construcción y ahora aquí también lo hago, pero, como siempre nunca dejo de hacer música.
¿Por qué la música? Desde que lo conozco, lo ha acompañado siempre en su vida?
Vengo de una familia en la que la música siempre estuvo presente. Mi padre se voló de la casa en Abejorral, Antioquia, junto con un tío, tras recibir una tremenda «guetera». Ambos tocaban guitarra. La vida, caprichosa, los llevó desde Abejorral hasta Caicedonia. Eran jornaleros y el destino los condujo a este pueblo. Se ganaban la vida cogiendo café, pero los fines de semana cantaban en las cantinas de los pueblos.
Mi papá tocaba la guitarra y cantaba. Mi tío tocaba el requinto. De sus instrumentos brotaban boleros, tangos y las melodías más populares de la época. Por otro lado, mi madre, doña Ligia, tocaba tiple. Su hermana, Gilma, interpretaba el violín, y mi tío Atalibar, la guitarra. Juntos tocaban bambucos, pasillos y lo más apreciado de su época.
Mi abuelo materno, tenía una finquita por los lados de La Rivera, y por casualidad mi padre y mi tío llegaron a Caicedonia porque en Armenia les dijeron:
—Hay cosecha de café en Caicedonia y están organizando unas fiestas.
Llegaron y se inscribieron en las «veladas» como se llamaban en esa época. Montaban una tarima frente a la alcaldía, donde presentaban su talento al público.
Por el lado de mi madre, su grupo también se había inscrito y coincidieron en aquella velada.
Salieron mi papá y mi tío a tocar unos tangos y algún bolero. Luego, otros grupos; se presentaron. Luego subieron al escenario mi mamá y mis tíos. Mi padre —que tenía buen ojo, dice Pacho riendo— quedó flechado por esa negra.
Él se acercó luego a donde estaba mi mamá con su familia, con el pretexto de felicitar su actuación.
Mi abuelo le preguntó:
—Oiga, joven, ¿usted es el de los tangos?
—Así es, señor —respondió mi padre.
Empezaron a conversar y mi abuelo les preguntó:
—Oiga, jóvenes. ¿Qué hacen por acá? ¿De dónde vienen?
Mi padre le contó la historia de su oficio como jornaleros y músicos.
El abuelo dijo:
—Tengo una finca con cosecha de café. Si quieren, pueden ir para allá.
A mi papá se le abrieron los ojos como farolas de Willys y allá fue a parar. Estuvo en la finca, se enamoraron y así crecimos en un ambiente musical.
Pacho, ¿Cómo te encuentras, con la música? ¿Quién encuentra a quién?
Francisco hace una pausa larga, respira hondo y mira hacia el pasado. Los recuerdos asoman a sus ojos y se emociona al responder.
Pues yo la interpreto, me encuentro con ella y me encuentro en ella, —dice en un susurro evocando su trasegar por el mundo—. Y con ella he caminado mi vida — remata.
¿Y qué te ha dejado la música?
—Satisfacciones inmensas y de muchas formas. Como profesor, he enseñado a muchos niños que hoy son jóvenes que recorren los caminos del pentagrama, creciendo y creando. Me emociona verlos tan avanzados, porque lo que he hecho es iniciarlos en el amor por la guitarra, la batería o el bajo.
¿Una canción que sea siempre tu compañera en la vida?
Mediterráneo, de Joan Manuel Serrat. Me emociona solo mencionarla, —dice mostrándome su brazo con la piel erizada.
¿Algo que nunca cantarías?
—Creo que reguetón.
¿Qué sientes cuando la guitarra vibra en tu pecho al interpretar una canción?
A mis años, he aprendido algunas cosas. Tuve la suerte de convivir con una médica ayurvédica, quien me enseñó que los sonidos de la guitarra, me ayudan a estar bien. Incluso, uno puede sanar mediante el sonido y la música a 432 hertz, cuando normalmente se afina a 440. Y, es cierto, me sana, me mantiene activo e inspirado.
¿Qué les dirías, en especial a los padres que no quieren que sus hijos sean músicos?
Hay gente muy equivocada respecto a esta profesión u oficio. He conocido personas que desean tocar la batería y luego dicen, «Pero no, es que yo ya estoy muy viejo». Lo mismo ocurre con quienes quieren empezar a tocar la guitarra u otro instrumento.
—La música no es solo para formar parte de un grupo. Aprender a tocar un instrumento te conecta con esa parte divina que llevamos dentro. El sonido es muy importante, es un estímulo, un remedio sanador, una inspiración.
¿Cómo ves el ambiente musical en Caicedonia hoy?
Me gusta lo que he visto desde que regresé. Hay entusiasmo, propuestas, y espacios para mostrarse. De hecho, el director de la banda filarmónica que se presentó anoche, yo lo conocí cuando era un niño, me sorprendí gratamente. Ese grupo funciona con un sonido espectacular. Caicedonia está avanzando en la música.
¿Qué canción me cantarías para mi regreso a casa?
A mis amigos, de Alberto Cortés.
—Gracias Pacho —le digo.
Finalizamos la charla con otro abrazo que nos debíamos. Luego, se encaminó al escenario: lo esperaba su amante, la música.
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