Hace apenas una década, las palabras 'descuento duro' sonaba lejana para muchos colombianos. Hoy, esas tiendas de pasillos sencillos, precios bajos y productos de marca propia hacen parte del día a día de millones de familias. Lo que comenzó como una novedad terminó por convertirse en un motor inesperado de empleo y desarrollo en municipios de todo el país.
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Un estudio reciente del Banco de la República puso números a lo que ya era evidente en la experiencia cotidiana: cada vez que llega una tienda de descuento duro a un municipio, la economía local se mueve. Cinco años después de la apertura de la primera sede, la tasa de empleo sube y los ingresos tributarios municipales crecen de manera significativa. Incluso, la proporción de impuestos dentro de los ingresos públicos totales aumenta, en promedio, más de diez puntos porcentuales.
Pero los efectos no se quedan en la caja registradora. Agricultores, pequeños manufactureros y empresas de construcción también sienten el impacto. Según el informe, el empleo formal en la agricultura crece en 0,57 puntos, en la manufactura en 0,92 y en la construcción en 0,37. En otras palabras, el modelo no solo beneficia a los consumidores que encuentran arroz, café o aceite más barato, sino que impulsa encadenamientos productivos que alcanzan a sectores que poco tienen que ver con los estantes del supermercado.
El caso de D1, pionero en Colombia, es quizás el más claro. Hoy cuenta con más de 26.000 trabajadores, el 95% con contrato a término indefinido. La mayoría son jóvenes que encuentran en la cadena su primera oportunidad laboral, en un país donde la tasa de desempleo juvenil suele superar el promedio nacional. “Generamos empleo formal y oportunidades directas e indirectas que fortalecen la economía local. Además, somos un termostato frente a la inflación: sin nuestro modelo, los precios serían más altos”, explica Silvia Juliana Rueda-Serrano, vicepresidenta jurídica y de asuntos corporativos.
El fenómeno va más allá de las cifras. Para muchos municipios, la llegada de un D1 no es solo la apertura de un nuevo negocio: es como encender un motor que empieza a mover la vida cotidiana. Aparecen empleos para jóvenes que nunca habían tenido un contrato formal, los tenderos locales sienten la presión de mejorar, y las familias descubren que ahora pueden llevar a casa productos que antes parecían un lujo. El pueblo cambia de ritmo, como si la economía respirara distinto.
Las tiendas de descuento han mostrado que, con una fórmula simple —precios bajos y calidad aceptable—, pueden alterar no solo la forma en que los colombianos hacen mercado, sino también la manera en que late la economía de sus barrios y veredas. Es una transformación silenciosa, pero profunda: detrás de cada góndola surtida hay una red de agricultores, transportadores y trabajadores que sostienen ese nuevo pulso económico.
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