En Guatavita, Cundinamarca, a un par de horas de Bogotá, donde el agua arrastró casas, calles y recuerdos, hubo un sitio que se negó a desaparecer. El cementerio viejo. El único sobreviviente de la vieja Guatavita, el pueblo que fue tragado por las aguas del embalse de Tominé en 1967. Las cruces, las lápidas, los huesos bajo tierra, se salvaron del naufragio porque estaban, simplemente, un poco más arriba. Sobre una colina que no supo ahogarse.
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El camino hacia ese cementerio es polvoriento. A los lados, algunas casas abandonadas se deshacen sin ayuda. Las tejas, vencidas por los años, crujen como si se quejaran de seguir en pie. Una de ellas, cuentan, tiene voz propia. Habla en las noches, cruje cuando nadie camina, y lanza susurros que no encuentran garganta. Y allí muchos le temen a este lugar.
La tierra se abre en huecos que no parecen naturales. Uno de ellos, profundo y cubierto de maleza, parece haber sido cavado por la misma muerte. Nadie sabe si fue fosa, trampa o simple erosión, pero los que se atreven a mirarlo de cerca aseguran que allí no se sale vivo. Algunos lo imaginan como el sitio donde los vivos enterraron el dolor antes de abandonar sus casas. Otros creen que los muertos todavía no han terminado de llegar.
Quienes han logrado entrar al viejo cementerio, que hoy es propiedad privada de una empresa hidroeléctrica que no quiere visitantes, cuentan historias de miedo. A veces el permiso depende de un cura. A veces no se pide. El terreno, aunque clausurado, tiene visitantes constantes: amantes de lo paranormal, curiosos, y algunos que dicen practicar rituales en noches sin luna. Dicen que hay velas derretidas, símbolos extraños, restos de comida, animales, cabellos. Los otyrso visitantes son familiatres que saben que sus muertos, los que se salvaron de naufragio, reposan allí.
Las tumbas son ruinas. Piedras con nombres que apenas se leen. Las más antiguas tienen bóvedas que parecen capillas pequeñas, con puertas oxidadas y nichos vacíos. Algunas fueron saqueadas. No por ladrones de joyas, sino por buscadores de poder: profanadores que creen que los huesos indígenas, enterrados allí mucho antes del agua, contienen secretos. Los miembros de la cultura muisca fueron sepultados con ritos distintos, en estructuras que hoy apenas se sostienen. Sus restos, a veces, terminan en altares clandestinos, no en vitrinas de museo.
El día en que el agua subió, los habitantes salieron caminando. Tocaban marchas fúnebres. Llevaban consigo lo que pudieron cargar. Dejaban lo que no: casas, calles, patios, árboles. Dejaron también el cementerio, aunque este —al final de cuentas— decidió quedarse. Desde entonces, las generaciones que nacieron en la Guatavita nueva vuelven de vez en cuando. Caminan hasta la colina, miran las tumbas, rezan con los ojos cerrados. Algunos reconocen apellidos y sus tumbas. Otros no reconocen nada, pero sienten algo. Una especie de escalofrío. Una incomodidad que el sol no disipa.
La historia de Guatavita se sigue contando con los pies. Los nietos y bisnietos de los primeros desplazados caminan hasta el cementerio para saber que hubo algo antes del agua. El turismo salvó la economía del pueblo nuevo, dicen. Pero el alma —eso que no se ahoga— parece haberse quedado en la colina, entre las tumbas.
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