En las primeras páginas de La empleada, uno cree que ya sabe por dónde irá todo: una mujer con problemas económicos acepta un trabajo como asistente doméstica en una mansión apartada, con dueños que parecen tan perfectos como inquietantes. Y sin embargo, Freida McFadden se las arregla para torcer cada expectativa y mantenernos, hasta el final de la trilogía, en un delicado filo entre la desconfianza y la fascinación.
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La protagonista, Millie, es lo bastante cercana como para que uno se vea en ella, y lo bastante misteriosa como para que uno no deje de preguntarse qué oculta. En la primera novela, su desesperación por encontrar un empleo y su vulnerabilidad frente a los Winchester nos dejan a merced de una tensión que crece con cada puerta cerrada, cada secreto apenas insinuado, cada mirada fuera de lugar. Uno siente la opresión de esa casa tanto como ella: el aislamiento, las reglas absurdas, la sensación de que no se trata sólo de limpiar y servir, sino de sobrevivir.
Lo más inquietante, y a la vez más adictivo, de esta trilogía es la manera en que McFadden juega con nosotros. Justo cuando uno cree haber entendido qué sucede, la historia se abre en otra dirección. La primera entrega termina con un giro que, en mi caso, me obligó a regresar unas páginas, leerlas de nuevo y confirmar que sí, que lo que pensaba no tenía nada que ver con la realidad. Y, aun así, el shock no te prepara para lo que viene después.
En El secreto de la empleada, la segunda parte, el escenario cambia, pero no el vértigo. Millie intenta reconstruir su vida, apenas recuperando la confianza en sí misma, cuando nuevos fantasmas aparecen. Aquí la autora profundiza en las cicatrices emocionales del personaje y en las sombras de las relaciones humanas. Aunque se mantiene la tensión de thriller psicológico, hay momentos de gran intimidad y crudeza, que te obligan a mirar de frente temas como la manipulación, la violencia y la fragilidad de las segundas oportunidades.
Finalmente, en La empleada te vigila, todos editados por Penguin Random House, McFadden cierra la trilogía con un ritmo casi cinematográfico. Cada página parece empujar hacia un desenlace inevitable, pero imposible de anticipar. La autora, fiel a su estilo, entreteje las pequeñas pistas y los hilos sueltos de las dos entregas anteriores para darles sentido y, de paso, volver a dejarnos sin aliento con una última vuelta de tuerca.
Quizás lo más inquietante de esta trilogía es cómo retrata la capacidad humana para el autoengaño, para justificarse, para sobrevivir aun cuando eso signifique traicionar a otros. Freida McFadden no sólo construye un thriller entretenido, sino una historia sobre la ambigüedad moral y la soledad.
Cuando terminé el último libro, cerré las páginas con esa extraña mezcla de alivio y desasosiego que sólo logran las buenas historias: la sensación de haber atravesado una pesadilla ajena y, al mismo tiempo, sospechar que algo de ella sigue viviendo en uno.
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