En el gobierno de Gustavo Petro se ha profundizado una tensión que expone un progresismo más retórico que práctico. El reciente caso en el Ministerio de la Igualdad involucró al ministro Carlos Rosero, quien bloqueó la posesión de Juan Carlos Florián como viceministro de Diversidades. Florián, un politólogo con trayectoria en cooperación internacional, enfrentó objeciones por su pasado como actor porno, pese a que Petro expresó públicamente: “Nadie que sea negro me va a decir que excluya a un actor porno”. Esta controvertida decisión reavivó críticas sobre cómo se negocian identidades afro en la esfera pública, y dejó en evidencia una incoherencia entre el discurso de inclusión y los procesos reales de designación.
Al mismo tiempo, el Ministerio de la Igualdad enfrenta presuntamente múltiples denuncias por acoso laboral, sexual y discriminación. La viceministra Tamara Ospina renunció tras recibir más de veinte denuncias formales; testigos describieron un ambiente “insostenible”, con agresividad, violencia y prácticas discriminatorias internas.
Francia Márquez, inicialmente impulsora de la cartera, ha criticado la falta de estructura real y recursos concretos para cumplir con las promesas de equidad. “Se nos quiere en la foto, pero no en la toma de decisiones”, afirmó recientemente en un discurso donde reivindicó su lucha por dignidad y representación.
La vicepresidenta Márquez ha marcado distancia del gobierno y del Pacto Histórico, denunciando que su figura fue usada simbólicamente durante la campaña, pero relegada en el ejercicio del poder. Según ella, su rol fue clave para movilizar a comunidades afro, indígenas y víctimas del conflicto, pero al interior del gobierno fue marginada deliberadamente de las decisiones estructurales.
Este patrón sostiene Márquez, refleja un consenso generalizado: las comunidades étnicas representan votos, no poder real. La retórica transformadora, en gran parte de la agenda oficial, ha sido sustituida por un discurso confrontaciones, en el que cualquier voz crítica es etiquetada como enemiga. Este alejamiento simbólico y operativo pone en duda si el progresismo al que se aspiró alguna vez realmente existe más allá de los eslóganes electorales.
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