La vida de Oscar D’León nunca se escribió con partituras. Se fue armando con las notas sueltas de un muchacho pobre que golpeaba latas vacías para imitar tambores, que manejaba taxis en las calles desordenadas de Caracas y que soñaba, sin saberlo, con convertirse en una leyenda de la salsa. Hoy, a los 81 años, su nombre no solo es sinónimo de Venezuela, sino de una música que supo darle identidad al Caribe entero. El próximo 19 de septiembre, esa historia de vida volverá a rugir en Bogotá, cuando el “sonero del mundo” se suba al escenario del estadio El Campín como una de las figuras estelares del concierto Viva la Salsa, organizado por Ricardo Leyva.
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Detrás de la estrella que ha recorrido casi doscientos países, que ha sido nominado ocho veces al Grammy y que ha recibido llaves de ciudades en Estados Unidos y Europa, hay un niño que nunca conoció del todo a su verdadero padre. Creció bajo el techo de un albañil, a quien siempre llamó papá, aunque la sangre viniera de otro hombre. Esa confusión marcaría su destino: aprendió pronto que la vida estaba hecha de mitos y verdades a medias, y que lo importante era encontrar su propio ritmo.
En los barrios humildes de Antímano, en Caracas, Oscar era el muchacho que jugaba béisbol con los amigos y soñaba con ser como Benny Moré o los cantantes de la Sonora Matancera. Sin estudios musicales, aprendió a oído: repetía con la garganta lo que escuchaba en la radio, golpeaba los muebles para sacar percusiones, cantaba las quejas y hasta las peleas como si fueran boleros. Desde niño, su vida era un pentagrama improvisado.
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Pero la fama no llegó de inmediato. Antes de cantar en escenarios abarrotados, como lo hace hoy, Oscar fue taxista. En los días se ganaba los pesos llevando pasajeros de lado a lado hasta que perdió su carro en un choque. Luego compró una camioneta y se dedicó al transporte escolar, hasta que otro accidente lo dejó otra vez a pie. También fue mecánico en su natal Caracas, pero el estaba destinado a otras cosas. La música parecía un lujo imposible. Sin embargo, en las noches se reunía con amigos a inventar orquestas con más entusiasmo que instrumentos. De ahí nació Dimensión Latina, el grupo que lo lanzó a la historia. Comenzó como percusionista.
El azar, como suele ocurrir en las grandes leyendas, hizo lo suyo. Un día, el cantante principal de la orquesta faltó, y Oscar tomó el micrófono. Hasta ese momento él no se veía como cantante: prefería el bajo y la percusión. Pero cuando su voz se mezcló con las trompetas, el público lo ovacionó. Allí nació el “León” que conquistaría al mundo. Poco después, alguien le sugirió cambiar su apellido artístico: de Oscar D’ León, casi por casualidad, salió el nombre que hoy está tatuado en la memoria colectiva de la salsa.
El gran golpe vino en 1975, con un tema que él mismo había escrito y que, según la disquera, solo serviría como “relleno” de un álbum: Llorarás. Nadie lo esperaba, pero la canción se convirtió en un himno. Medio siglo después, basta con escuchar los primeros acordes para que la gente, en cualquier rincón del planeta, cante a gritos: “Llorarás y llorarás…”. Ese fue el punto de partida de una carrera que no ha conocido fronteras.
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Con el éxito también llegaron los excesos. El sonero se volvió arrogante, exigía ser el primero en los afiches, rechazó grabar con Fania Records —el sello que reunió a Celia Cruz, Héctor Lavoe y Willie Colón— porque pidió acciones de la empresa. Años más tarde admitiría que fue un error, pero en ese momento el ego podía más que la sensatez. La fama también lo arrastró a escándalos sentimentales y legales, a una vida privada turbulenta que nunca apagó el fervor de sus seguidores.
Oscar ha sido querido y cuestionado con la misma intensidad. Cantó en Cuba cuando muchos lo consideraban un sacrilegio, compartió tarima con Celia Cruz pero perdió su amistad por esa decisión, y hasta se vio envuelto en rumores sobre fiestas privadas con poderosos de dudosa reputación. Cada controversia parecía un golpe de tambor que lo desajustaba por un momento, pero nunca lo sacaba del compás.
A pesar de todo, su música siguió siendo el refugio. Compuso temas como Detalles, escribió canciones en minutos que se volvieron clásicos y llenó escenarios donde las mujeres le lanzaban prendas íntimas como si fueran flores. Él, entre contradicciones, siempre volvió al escenario como quien vuelve a casa.
Por eso, cuando este 19 de septiembre Bogotá lo reciba en El Campín, no será solo un concierto. Será la celebración de un hombre que hizo de la salsa un idioma universal. Oscar de León no necesita pronunciar discursos: cada vez que canta, su vida entera aparece entre las notas. El niño pobre de Caracas, el taxista accidentado, el hombre acusado y absuelto, el amante inagotable, el artista arrogante y luego arrepentido, todos ellos se funden en una misma voz que todavía sacude a multitudes.
Esa noche, en medio de trompetas y congas, cuando el estadio coree Llorarás, será como volver al origen. Porque en el fondo, la historia de Oscar D’León no es la de un hombre que solo canta salsa: es la de alguien que convirtió su vida, con todas sus caídas y excesos, en la más larga y vibrante canción del Caribe.
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