Colombia vive hoy el primer gobierno plenamente declarado de izquierda en su historia republicana. La llegada de Gustavo Petro a la Casa de Nariño despertó altas expectativas entre sus simpatizantes, quienes esperaban un cambio estructural, una apuesta por la equidad y una lucha frontal contra la corrupción. Sin embargo, a casi tres años de iniciado su mandato, el panorama es desalentador.
Lejos de consolidar una agenda coherente, el Gobierno ha estado marcado por una constante inestabilidad. Los escándalos de corrupción que salpican a funcionarios cercanos al presidente, los rumores de compra de congresistas para asegurar mayorías, y la desorganización interna del gabinete minan la legitimidad del proyecto político del Pacto Histórico. Resulta paradójico que un gobierno que prometió luchar contra las élites termine protagonizando prácticas que tanto criticó.
Se vendió un relato de renovación y justicia social. Se prometió una transformación profunda del modelo económico y una reivindicación de los más vulnerables. Pero ese discurso, que tanto ilusionó a millones de colombianos, se ha venido desmoronando por la ausencia de resultados concretos y la profunda improvisación en la toma de decisiones. El gobierno no solo ha fallado en su capacidad de ejecución, sino que también ha demostrado una alarmante desconexión con las prioridades reales del país.
Hoy suenan más los desplantes del presidente a sus propios ministros que los avances en política pública. La improvisación ha sido una constante, y el tono confrontacional del jefe de Estado ha contribuido a una profunda polarización nacional. En lugar de gobernar para todos los colombianos, el discurso presidencial ha reforzado divisiones y ha estancado consensos fundamentales.
El país no necesita un gobernante que se encierre en su círculo ideológico ni que convierta el poder en una tribuna para alimentar resentimientos. Necesita liderazgo, serenidad, capacidad de gestión y, sobre todo, un profundo respeto por las instituciones. En su lugar, lo que hemos visto es una administración que no logra cohesionar su equipo, que ha cambiado ministros como si fueran fichas de un tablero y que ha priorizado la narrativa sobre la acción efectiva.
No se trata de desear el fracaso de un gobierno, porque el fracaso del gobierno es, en última instancia, un retroceso para el país. Pero la evidencia, lamentablemente, es contundente. Aun sin concluir su mandato, el primer gobierno de izquierda en Colombia ya deja una amarga lección: el cambio sin preparación, sin ética, sin responsabilidad, no construye futuro. Solo desilusión.
Fracasó no solo porque se equivocó en la forma, sino también en el fondo. Porque confundió el liderazgo con la imposición, la transformación con el caos, y la esperanza con la manipulación. El fracaso de la izquierda en Colombia no es el fracaso de las ideas sociales, sino el fracaso de quienes, en nombre de ellas, llegaron al poder sin saber cómo ejercerlo. Y eso, lejos de ser una anécdota política, es una tragedia institucional.
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