La condena a Álvaro Uribe demostraba que nadie estaba por encima de la Ley

La condena a Álvaro Uribe por soborno y fraude procesal había marcado un hito: en Colombia, la justicia empezaba a imponerse sobre el poder político

Por: Samuel Fierro García
agosto 19, 2025
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La condena a Álvaro Uribe demostraba que nadie estaba por encima de la Ley

En un Estado Social de Derecho que se precie de tal, no hay prerrogativa más sagrada que la sujeción de todos los ciudadanos —sin excepción— al imperio de la ley. En ese sentido, el juicio al expresidente Álvaro Uribe Vélez, cuyo desenlace en primera instancia ha sido una sentencia condenatoria de doce años por los delitos de soborno a testigos en actuación penal y fraude procesal, constituye una muestra —todavía inusual en nuestras latitudes— del ejercicio efectivo del principio de juridicidad en el derecho colombiano. 

No se trata de una vendetta política ni de una anomalía institucional, sino de la aplicación rigurosa de las normas penales, sustantivas y procesales, conforme a un método que la propia dogmática ha forjado para preservar las garantías del imputado y los derechos de las víctimas y de la sociedad.

Quienes han intentado deslegitimar el fallo, amparándose en el prestigio político de Uribe, omiten deliberadamente que el proceso penal moderno se funda, como advirtiera Claus Roxin, no en la persona del autor, sino en el hecho punible cometido por ella; en tanto que la responsabilidad penal siempre deberá ser personal, fáctica, jurídicamente demostrada y valorada a través de una epistemología judicial fundamentada en la prueba y no en la ideología.

El desarrollo del proceso y la consistencia probatoria

Conviene recordar que este proceso tiene su génesis en la Corte Suprema de Justicia, cuando el expresidente —entonces senador— interpuso una denuncia contra el congresista Iván Cepeda, alegando que este había manipulado testigos en su contra. En una insospechada inversión, la Corte determinó que no era Cepeda quien incurría en tales prácticas, sino el propio denunciante, dando origen a una investigación penal en su contra.

La evidencia recaudada, en especial las grabaciones telefónicas obtenidas en el marco de una interceptación ordenada por la Corte, puso de manifiesto un entramado dirigido a inducir a falsos testimonios, con el fin de beneficiar procesalmente a Uribe y desprestigiar a Cepeda; de ahí a que la jueza 44 penal determinase que «la defensa no logró desvirtuar la convergencia de elementos que permiten inferir la existencia de una estrategia orientada a desinformar al aparato judicial».

Pues, la sentencia hace uso escrupuloso del material probatorio legítimo, además de que el proceso transitó por todas las etapas procesales: fue contradictorio, oral, público y en plena consonancia con lo dispuesto por los artículos 29 y 228 de la Constitución Política.

El juicio como expresión de racionalidad jurídica

Como ha explicado Jakobs —reconocido jurista alemán—, «el Derecho penal debe operar como garante de la vigencia normativa en la sociedad», de manera que la decisión condenatoria demuestra que el sistema jurídico colombiano está dispuesto, aunque con dificultad, a superar el tradicional personalismo de nuestra cultura política.

La dogmática penal, al clasificar el tipo de soborno a testigos y el fraude procesal, exige no solo la existencia de una conducta objetiva (el ofrecimiento de dádivas o promesas para alterar una declaración), sino también un dolo directo de alterar el curso de un proceso judicial. Ambos elementos fueron demostrados en juicio. Por un lado, las comunicaciones y actuaciones del abogado Cadena, quien actuó como emisario del acusado; por otro, la existencia de beneficios prometidos a Juan Guillermo Monsalve.

La intervención del expresidente no fue meramente pasiva, sino activa y continuada, y como autor mediato su responsabilidad penal es atribuible a partir de las consolidadas teorías de imputación subjetiva. Ya decía Hans Welzel, en su obra Lo vivo y lo muerto en la teoría del delito, que «la voluntad del autor se manifiesta en el dominio funcional del hecho», y en este caso Uribe conservó el control estratégico del curso de la conducta, según se dispone en el sentido del fallo.

La justicia como límite del poder

Si la justicia no puede tocar al expresidente por el hecho de haber sido jefe de Estado, entonces nuestra Constitución es letra muerta, un «pedazo de papel», en palabras de Ferdinand Lassalle, y el principio de igualdad ante la ley deviene en farsa; porque Gustav Radbruch dijo alguna vez, tras la experiencia del nacionalsocialismo, que «donde la injusticia alcanza niveles intolerables, el derecho positivo debe ceder ante el derecho supralegal».

No obstante, la reacción amenazante de ciertos sectores ante esta condena exhibe cuán arraigada sigue estando la idea de que el poder político confiere inmunidad penal. Empero, en un Estado de Derecho —parafraseando a Kelsen— el poder solo se justifica si se ejerce bajo el marco de la legalidad y no por encima de él.

Un fallo para la historia jurídica

La condena en primera instancia al expresidente Álvaro Uribe no solo es jurídicamente sostenible, sino políticamente necesaria. No por revancha, sino por decencia institucional, puesto que «la finalidad del Derecho es la justicia, pero su condición de posibilidad es el respeto irrestricto a la legalidad», de acuerdo con Radbruch.

El fallo, que aún podrá ser objeto de apelación conforme a los cauces ordinarios del procedimiento penal, marca una oportunidad histórica para consolidar la justicia como principio estructurante del orden democrático colombiano; porque, si en el pasado reciente hubo presidentes cuya investidura fue sinónimo de impunidad, hoy podríamos empezar a demostrar que la soberanía reside, en efecto, en el pueblo y no en los ídolos de barro que transitoriamente lo gobiernan.

La política podrá seguir adorando al caudillo. La justicia, por fin, se atrevió a tratarlo como ciudadano.

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