La Corte Constitucional de Colombia no duerme. No porque vele por la justicia del pueblo, sino porque vigila con celo que nada se mueva en favor de los nadies. Cada proyecto que huela a dignidad para los excluidos es leído como amenaza. Y entonces, con la toga bien planchada y el ego bien almidonado, los magistrados aparecen como salvadores del orden: ese orden donde unos pocos gozan y millones sobran.
No importa la reforma, la tarea es hundirla, si se trata de la pensional que incluya a los que nunca cotizaron porque siempre fueron explotados, o una ley para asegurar el derecho a la salud como un bien público. La Corte Constitucional —ese órgano que debería ser contrapeso del abuso— ha decidido convertirse en bastión del privilegio.
Con tecnicismos y frases decoradas con jurisprudencia selectiva, los togados ejecutan una tarea política, pero disfrazada de imparcialidad. Y lo hacen en nombre de la democracia, mientras mutilan sus raíces: la voluntad popular. Porque, seamos francos, ¿qué más democrático que un gobierno elegido por el pueblo impulsando reformas para el pueblo?
La élite aprendió a gobernar sin ganar elecciones: ahora lo hace desde las cortes, los medios y las bancadas que simulan oposición ética mientras defienden intereses de casta. Su misión no es mejorar el país, sino asegurar que el país no cambie. Y para eso, nada mejor que una justicia de élite, obediente, blindada y eficaz.
Así que celebren, magistrados: una vez más han cumplido su labor. Los nadies seguirán sin voz, sin tierra, sin justicia… pero con una Corte que presume independencia mientras sirve al poder de siempre.
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