El nacimiento de la República de Colombia, estuvo marcado por las guerras independentistas, feroces batallas que sentenciaron el final, y a la vez el comienzo de lo que sería nuestra nación. Sin embargo, hemos quedado inmersos, atascados en un conflicto sin salidas, que ha dejado grandes heridas abiertas al interior de nuestra sociedad.
De todos esos episodios violentos que han sacudido el cimiento de nuestro país, la guerra bipartidista librada entre liberales y conservadores, que dio origen a la violencia del año 1948, tras el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán, quizás sea el más recordado. Los historiadores han encontrado suficientes insumos en ese lóbrego pasado de nuestra sangrienta historia, lo que ha permitido sacar diferentes conclusiones sobre las causas y orígenes del actual conflicto.
Una herencia maldita, que se fue extendiendo de generación en generación, la que trasnochó a nuestros abuelos, padres, y hoy en día nos sigue robando la tranquilidad junto a la de nuestros hijos, fue esa misma violencia, la que se tragó a una generación completa, la nacida en los años ochenta.
La calma con la que se vivía en esa vieja Colombia rural, la que veía crecer a sus jóvenes a lomos de caballos, los que se sentían orgullosos de labrar la tierra, y de contar sus animales, poco a poco fue presenciando como los niños de los ochenta fueron cooptados, tras la aparición de las diferentes estructuras violentas, al igual que por las fuerzas del Estado. Tras de vanos ofrecimientos, de gozar de mejores oportunidades a quienes se ganarían una libreta militar, la que les abría las puertas en el mudo laboral, llevó a de miles de muchachos de nuestra época, a ´perder la vida. Por el otro lado, aparecieron quienes, mediante el poder del convencimiento, de luchar por la transformación social, embaucaron a miles de jóvenes, a quienes enfrentaron en una guerra sin sentido, hasta llevarlos a la muerte, sin conocer las razones por las que se convirtieron en víctimas, y a la vez en victimarios de su propio pueblo.
La maldita violencia que se tragó la generación de los nacidos en los ochenta, sigue desbocada, alimentándose de sangre y de dolor, de todo aquel que se atraviese en su camino. Ya no se puede hablar de una violencia política, de diferencias ideológicas, o de desigualdad social. Es una violencia criminal, sin justificación alguna, la que encuentra en el sufrimiento la mejor razón de existir, la que pretende dividir al país, entre ricos y pobres, o entre petristas y uribistas.
Es la más vergonzosa violencia con la que estamos cargando, auspiciada por el poder oscuro de las economías ilícitas, la que financian políticos corruptos para continuar acumulando dinero, y poder.
Hoy mientras Colombia despide al joven político, y precandidato presidencial, Miguel Uribe Turbay, quien fue herido de gravedad, mientras proponía alternativas de cambios, según su percepción de país, y que luchó durante dos meses en una clínica, hasta ser vencido por la muerte, es la consecuencia de la maldita violencia que se tragó a nuestra generación de los ochenta. La misma que mató a jóvenes campesinos que disfrazaron de guerrilleros, la que de manera engañosa se llevó a chicos de barrios pobres, y terminaron asesinados por las balas del Estado, que tenía la obligación de protegerlos en lo que se conoció como Falsos Positivos, los carrobombas que no solo derribaron infraestructura de nuestro país, también destruyeron vidas, es la que se niega a desaparecer en nuestro presente.
Aunque el campo colombiano está de moda, jamás se podrá ocultar las heridas abiertas que ha dejado la violencia. La que volvió aparecer, en las veredas, disfrazada de bondad, es la que siembra el terror en los sobrevivientes de la generación nacida en los ochenta, la que la maldita violencia se tragó por completo.
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