Para cualquiera, la cotidianidad es sagrada. Lo cotidiano es imperceptible, así se repita —sin falta— todos los días. Así no se le asigne un lugar digno en la nostalgia. Con los años, nadie echa de menos su andar torpe por toda la casa mientras se lava los dientes, o la mueca de placer diminuto que causa ver llegar el bus a la estación justo a tiempo. Estamos hechos de aquellas rutinas que conforman —invisibles— los días. La vida se agota y se pronuncia en lo cotidiano. Decía Susan Sontag que sus dioses domésticos eran los libros de su biblioteca; para mí, son las rutinas diarias: el día a día, la hora a hora, el minuto a minuto. Esos designios estrictos que todo lo definen cuando se apilan con el tiempo, como las piedras que se van acomodando en la tierra y forjan el lecho de un río caudaloso. La vida ocurre por y para la cotidianidad, así las medallas del recuerdo las acaparen sus interrupciones: la novedad, la sorpresa y la anécdota. Lo llano, lo irrelevante y lo común son prescindibles en la memoria. Y aunque la vida está lejos de ser un constante sobresalto, creemos vivir para esos momentos en los que nos sentimos únicos y diferentes. No lo somos. Aquiles también tenía su propia forma de rascarse la espalda.
Tanta política —y tantos políticos— arruinan almuerzos familiares y fiestas de amigos que ya no tienen otro tema de conversación
Por eso es tan preocupante la invasión de la cotidianidad que estamos padeciendo. A causa del ejercicio desorbitado de los debates políticos, ya casi no quedan espacios libres de inquietud o de confrontación para nadie. Ese malestar permanente que acarrea tener que adoptar una posición de defensa o de ataque. La bruma espesa de la militancia. Al parecer, la estrategia de los políticos consiste en inundar con sus palabras viscosas cualquier instancia humana, utilizando las redes sociales como una especie de ventilador de odio, irrelevancia y estupidez. Desde el colegio me enteré de que, para los griegos clásicos, era de suma importancia que los ciudadanos debatieran los asuntos políticos, pero es evidente que no pudieron anticipar la deformación de tal sugerencia en nuestros días. Un asunto es debatir temas públicos importantes y otro muy distinto convertirlo todo en un asunto político. Tales discusiones deben tener límites —jaulas, si se quiere—, so pena de causar un hastío y un cansancio insoportables. Tanta política —y tantos políticos— arruinan almuerzos familiares y fiestas de amigos que ya no tienen otro tema de conversación. Por tal invasión, también se interrumpen partidos de fútbol o conciertos con cánticos rabiosos e irreflexivos. Varias veces me he preguntado, cuando caigo en la trampa defensa-ataque, si no existen otros temas para tratar, si de la faz de la Tierra desaparecieron las artes, los chistes y los chismes. Tanto hablar de política lo convierte todo en algo solemne y delicado. Un absurdo lleno de aburrimiento y sensibilidad. La antípoda de la cotidianidad de la vida.
Mucho me temo que la estrategia de la invasión les ha funcionado a varios políticos, no solo en el país, sino en el resto del mundo, y por lo tanto sería ingenuo pensar que la abandonarán. La cotidianidad sagrada de las gentes poco o nada les importa. Continuarán lanzando comentarios inexplicables, haciendo promesas insostenibles o profiriendo acusaciones infundadas a diario y sin ningún reparo. El botín de angustiar sin detenerse es demasiado jugoso. Por lo pronto, queda esperar que alguna figura política se comprometa a hacer una pausa y a respetar lo cotidiano. Que jure —si de algo vale ya— ante todos que dejará vivir a la gente en paz. Una tregua simple llamada mesura. Muchos han notado el viciado ambiente emocional del mundo; en mi opinión, no es nada más que cansancio. El hastío enceguece y enfurece. Sin duda, votos fáciles de acaparar.
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