En la noche de ayer, Millonarios nos volvió a regalar una valiosa lección sobre la derrota. En este caso, la lección no vino por parte de los jugadores – quizá el único que pudo habernos enseñado algo fue Jorge Arias, que con gallardía asumió la responsabilidad que implica ponerse la camiseta azul– sino por parte de la mayoría de la hinchada. Las pasiones pueden liberar a los seres humanos o hacerlos esclavos. Cuando se tramitan de la mejor manera nos vuelven virtuosos, nos elevan y ensanchan, pero cuando nos dominan pueden dañarnos y lastimar a quienes nos rodean.
Contrario a lo que afirman Séneca, Nussbaum y la mayoría de la escuela estoica, no considero que la ira sea una emoción condenada a la vileza, que siempre deba reemplazarse por emociones más virtuosas como la tristeza o la frsutración. No siempre debemos aplacar la ira y acudir al diálogo. No creo en un ser que siempre deba transitar de la ira a la tristeza. Más bien el problema está en la forma en que se tramita la ira; en los límites que le ponemos, en nuestra capacidad de liberar la pasión sin atentar contra los demás.
En ese sentido, siempre seré un defensor del putazo en los estadios: esas palabras mágicas que al liberarse al viento le dan un espacio al corazón para ser, para no guardarse, para dolerse y emputarse. Defiendo el barrismo, el bombo, el trapo, la arenga y la fiesta, ese carnaval popular, siempre despreciado por una elite pseudo intelectual y cercana a las esferas de poder, así sea únicamente de forma ideológica, por lo incómodo que es, por su forma de cuerpo comunal, por las pasiones que despierta y porque suspende la norma social, el tabú y las clases.
Ayer, la atmósfera del estadio estaba enrarecida. La frustración era palpable y la tensión patente. Sentimientos que se fueron materializando en pancartas, trapos y rechiflas contra un modelo deportivo únicamente interesado en el billete. En contra de unos jugadores que parecen más interesados en la fama, la fortuna y la fiesta, que en defender unos colores, sentir este deporte como propio y agradecer con sus piernas la entrega de las 30.000 personas que llenan el Campín, y de un técnico solapado, tímido en las ruedas de prensa y en el planteamiento táctico. El caldero hirvió al minuto 50, tras el segundo gol de Unión Magdalena (con un jugador menos). Desde los comandos azules se arrojaron cientos de zapatos con un mensaje claro: “locos, pónganse en los zapatos del hincha y sientan esta vaina, sientan este dolor, esta pasión y este sacrificio”.
Acto seguido, de forma desafortunada, algunos hinchas de oriental intentaron invadir la cancha y agredieron tímidamente a algunos miembros de seguridad, que solo pedían calma. Esto hasta que llega un escuadrón del ESMAD y los mueve de regreso. Qué tristeza que esa sea nuestra mentalidad, siempre necesitando del garrote, siempre necesitando la policía e incapaces de ordenarnos entre nosotros mismos. Este es el hecho, a mi modo de ver, que obliga a la suspensión del partido. Finalmente, un hincha termina invadiendo la cancha, a pesar del esquema reforzado de ESMAD y seguridad privada, y afortunadamente lo único que hace es hacerle un gesto a los jugadores para que le pasen el balón: “si ustedes no la quieren sudar, déjenos a nosotros”.
De forma paralela al partido de Millonarios, se disputaba el partido entre Independiente y Universidad de Chile. Sucede una situación similar, con un desenlace triste e indignante. En imágenes horrorosas se devela una serie de enfrentamientos entre ambas hinchadas, que inician con objetos siendo arrojados de un lado a otro. Sin poder determinar el inicio de la acción, pasan por la invasión de algunas personas de Independiente a la grada visitante, donde golpean, desvisten y corretean al contrario, en un acto de completa deshumanización, que culmina con la muerte de algunos aficionados.
No diré que el actuar de la hinchada de Millonarios fue impecable, pero sin duda alguna, en aquel acto de arrojar zapatos a la grama, en esas pancartas, en esos chiflidos y putazos coléricos, se encuentra la clave del cambio de mentalidad que debe suceder en el fútbol y en nuestras vidas. Es posible tramitar la ira a través de medios no violentos, que no atenten contra la vida de ningún ser vivo, y que, además, sean creativos, carnavalescos y no pierdan la pasión y la ira: actos que permitan mudar ese sentimiento hacia otras emociones y, sobre todo, que permitan volver a pensar la vida como algo sagrado.
Lo sucedido ayer en Buenos Aires debe llenarnos de vergüenza a todos los hinchas del fútbol. Fue la ejecución de K como un perro al filo de la carretera, diría Kafka. Un acto a los ojos de todos que debe permitirnos replantearnos estas discusiones más allá de la violencia y la no violencia. De caer en el discurso fácil en el que hay unos desadaptados y unos hinchas de bien. Debemos propender por tramitar las emociones de una forma distinta. Los gobiernos, las barras y los demás ámbitos que rodean el fútbol deben otorgar las herramientas para lograr ese cambio de mentalidad, aunque, al parecer, hasta que llegue ese momento, los estadios seguirán necesitando de un árbitro policial que no permita, mediante el monopolio de la violencia, estos hechos.
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