Hay pueblos que se cuentan a sí mismos desde la plaza o desde el río. La Jagua, en cambio, eligió narrarse a partir de un rumor: el de las brujas que, dicen, sobrevuelan sus techos y se cuelan en las conversaciones de medianoche. No es un invento nuevo. Desde hace más de cuatro siglos, cuando los conquistadores llegaron a estas montañas del Huila y confundieron los rituales indígenas con hechicería, el nombre del corregimiento quedó marcado por el embrujo.
Con el tiempo, en este pueblo huilense la palabra “bruja” dejó de ser insulto y se convirtió en marca. Un sello que diferencia a este caserío de calles empedradas y casas de bahareque, incrustado en el municipio de Garzón. Allá, en el corazón del río Suaza, todavía hay quienes aseguran sentir las uñas de esas mujeres convertidas en leyenda. Y todavía hay quienes, al pasar junto a las ceibas, juran escuchar carcajadas que nadie sabe explicar.
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La Jagua aprendió a vivir con esa dualidad: temer a las brujas y, al mismo tiempo, reírse de ellas. Se dice que las más astutas no vuelan en escobas, sino que se transforman en aves gigantes llamadas pizcas. Desde los tejados, escuchan conversaciones familiares para luego sembrar discordias. Nadie lo ve raro. Por eso, en muchas casas todavía se esconden granos de mostaza en las rendijas del techo, como un amuleto discreto para que las brujas no se posen en sus tejados.
Hay fórmulas que se repiten de generación en generación. Los hombres, por ejemplo, duermen con los calzoncillos al revés para despistar a cualquier visitante nocturna. Y si una sombra los sorprende en la madrugada, basta con pronunciar la frase mágica: “mañana vienes por sal”. Esa contraseña, dicen, basta para que las brujas suelten el cuello y desaparezcan como polvo.
Cada calle de La Jagua parece tener una anécdota en la manga. Se cuenta que en 1880 una bruja fue quemada en la plaza principal por orden de un alcalde que prefirió el fuego al miedo. Su historia inspiró un monumento que hoy adorna las calles y recuerda esa mezcla de espanto y fiesta que acompaña al pueblo desde hace siglos.
Hay relatos más perversos: el de una mujer que embrujó a un sacerdote hasta hacerle escupir gusanos; el de un nieto maldito que sufrió chichones en la frente; o el de las ancianas que, convertidas en pizcas, sobrevuelan aún los patios iluminados apenas por velas. Nadie sabe cuánto de verdad y cuánto de fabulación hay en esas historias, pero en La Jagua nadie necesita pruebas: basta con la memoria colectiva para mantenerlas vivas.
El estigma se convirtió en negocio. Lo que antes era motivo de temor, hoy atrae visitantes de todas partes. La Jagua recibe turistas que llegan buscando sentir de cerca ese escalofrío que corre cuando el sol se oculta y las calles quedan vacías. No hay fantasmas, solo vecinos mirando discretos desde las ventanas. Pero los viajeros, al ver el silencio, se convencen de que el embrujo sigue vigente.
Uno de los lugares más visitados es Las Peñas, bautizado como el Aeropuerto de las Brujas. Allí, bajo los mangos y las ceibas del río Suaza, se asegura que las pizcas aterrizaban para sus reuniones secretas. Incluso hoy, hay quienes evitan pasar por el sitio de noche porque el viento, caprichoso, sacude las ramas con demasiada furia.
El festival donde todos son brujas
Desde el año 2000, octubre se volvió la temporada más esperada. El Festival de Brujas convierte el miedo en carnaval: comparsas, disfraces, artesanías, teatro, música y platos típicos se mezclan en un fin de semana donde todos, hasta los incrédulos, participan del embrujo. Las casonas de bahareque se visten de colores y los turistas recorren las calles como si pisaran un escenario encantado.
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Durante los días del festival, La Jagua se deja llevar por la fuerza de su propia leyenda. El mito ya no vive solo en los cuentos de las abuelas ni en las historias repetidas al caer la tarde: se convierte en economía, en movimiento, en un pulso que lo envuelve todo. Los hoteles se llenan hasta el último cuarto, los vendedores van y vienen sin descanso y las calles respiran una energía distinta, como si el pueblo caminara con un pie en la fiesta y el otro en el hechizo.
Apenas se apagan las luces y la música se silencia, el lugar vuelve a su ser. La Jagua recupera la cadencia tranquila de los pueblos pequeños: la plaza se convierte de nuevo en el punto de encuentro cotidiano, y el río, con su murmullo constante, retoma su papel de escenario natural donde la vida discurre sin afán. Allí, entre gallos que cantan temprano y vecinos que se saludan por costumbre, el mito regresa al silencio, esperando a que otro festival lo despierte.
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