Hace poco más de 30 años se generalizó el modelo neoliberal de economía. Un sistema de producción y comercio, netamente capitalista, fundado en el axioma de que entre más ricos fueran los ricos mejor sería para el resto de la humanidad. Un modelo que privilegiaba la especulación financiera sobre la economía productiva real. Que impulsó tesis como la de que los más afortunados no tenían por qué pagar impuestos, porque eran los creadores de empleo.
Las facultades de economía convirtieron en dogma semejante teoría. Y las agencias internacionales de crédito, tipo Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, obligaron a todos los países que recurrían a ellas a implementar juiciosamente ese modelo, aplicando sus tres fórmulas mágicas, libre comercio, libertad de inversión extranjera y flexibilización laboral. En caso de ser necesario, contaban con un campeón, los Estados Unidos.
El modelo funcionó para los más ricos de entre los más ricos, aunque implicara la desigualdad y la injusticia extremas en el extremo opuesto, el de los países subdesarrollados y sus pueblos empobrecidos. Una consecuencia que, desde luego, no merecía demasiada atención. Los centros de la riqueza y el poder contaban con el suficiente poder militar para aplastarlos de ser necesario. Con coberturas como la guerra contra el terrorismo o las drogas.
Pero, los efectos perniciosos del modelo terminaron afectando a sus creadores. Al privilegiar como fuente principal de riqueza la especulación financiera en las bolsas de valores, la inversión en la economía productiva real fue disminuyendo, además de que, si los costos laborales en el exterior eran mucho menores, valía la pena trasladar la producción allá, lo que produjo una verdadera deslocalización industrial.
Las factorías transnacionales más poderosas de los Estados Unidos fueron cerrando y trasladándose a Asia, particularmente a China, donde las recibieron con los brazos abiertos. Con sólo dos condiciones, la transferencia de tecnología y el empleo de mano de obra calificada local. Previamente, los chinos se habían preocupado por enviar en masa sus mejores estudiantes a especializarse en materia tecnológica en el exterior.
Así, con el tiempo, crearon industrias propias, iguales o superiores, las cuales, aprovecharon la apertura económica instalada a nivel mundial, accediendo a los mercados norteamericanos y europeos, reforzando su crecimiento económico. Además, su economía estaba rigurosamente dirigida por el Estado, principal beneficiario de esa riqueza, que la redirigió al mejoramiento económico y social de su población.
800 millones de chinos salieron de la pobreza en unas décadas, a clase media consumidora, un mercado propio gigantesco. Las condiciones cambiaron. Los Estados Unidos gastaban a manos llenas en sus guerras en el exterior, mientras China se dedicaba a la paz. El crecimiento de la desindustrialización y de la deuda externa a extremos impensables, terminó por generar una enorme crisis en los Estados Unidos.
La reacción está representada personalmente en Trump y sus políticas. No más inversión militar inútil en la OTAN, que la Unión Europea pague su propia seguridad, hay que poner fin a la guerra en Ucrania. Y hay que recortar el gasto público al máximo, en especial la cooperación internacional. Igualmente, detener el libre comercio, elevando los aranceles, decretar una guerra comercial para arruinar a China.
Trump tuvo la habilidad de culpar a los grandes consorcios financieros y a los demócratas que los representan, de la difícil situación social por la que atraviesan millones de estadounidenses Los culpó por permitir la inmigración masiva de extranjeros, que llegaron a quitarles sus empleos y a delinquir. Convirtió a su gobierno en el crítico más implacable de la globalización neoliberal y sus patrocinadores.
Chocó de frente con el llamado Estado Profundo, el verdadero poder incrustado en las instituciones, para impedir el desmonte de la política de los consorcios financieros
Chocó de frente con el llamado Estado Profundo, el verdadero poder incrustado en las instituciones, para impedir el desmonte de la política de los consorcios financieros. Los mismos que, aliados con el complejo militar del Pentágono, se empeñaban en mantener la presencia militar y las guerras en el exterior, beneficiándose con los negociados de armas. Esos mismos grandes consorcios financieros controlan la Unión Europea.
De ahí el choque de Trump con ella. Curioso que mientras Trump busca mejorar sus relaciones con Rusia e intenta convencer a la Unión Europea de que esta última nunca intentará invadirla, las cabezas más visibles de la Unión sostengan lo contrario, e insistan en conducir a una guerra frontal con Rusia, así esta implique la confrontación nuclear. Definitivamente, Trump no representa los intereses de los consorcios financieros armamentistas.
Sino los de la producción real. Por eso busca que las grandes empresas regresen al país. Y cree en la explotación de petróleo, gas y minerales de toda clase. Al precio de imponer un régimen unipersonal, un ejecutivo fuerte que esté por encima de los demás poderes. Es su dilema, hacer grande un país profundamente dividido, en el que hasta puede estallar una guerra civil. Justo cuando los vientos soplan a favor de cambios radicales.
Vientos que soplan imbatibles desde Oriente
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