La sombra del enemigo interno que no deja en paz a los colombianos

La doctrina del “enemigo interno” convirtió al pueblo en blanco de persecución y violencia. Superarla es tarea histórica de la juventud

Por: Stella Ramirez G.
agosto 25, 2025
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La sombra del enemigo interno que no deja en paz a los colombianos

La teoría del enemigo interno, fue importada a Colombia como un dogma de la Guerra Fría. Inspirada en manuales militares de Estados Unidos y en la Doctrina de "Seguridad Nacional o democrática", y convirtió a la ciudadanía en campo de batalla: el opositor político pasó a ser sospechoso, el sindicalista un subversivo, el estudiante un agitador peligroso y el campesino un colaborador de la insurgencia.

Esa narrativa justificó la represión, dio carta blanca a la persecución y abrió la puerta a la más cruel de las violencias: la que se ejerce contra el propio pueblo en nombre de salvarlo. Durante décadas, el Estado persiguió más a los inconformes que a los corruptos, más a los líderes sociales que a los verdaderos criminales.

El exterminio de la Unión Patriótica es la herida más profunda de esa doctrina. Miles de militantes, simpatizantes y líderes fueron asesinados por atreverse a participar en política. Hoy, quienes instigaron esa barbarie salen tranquilamente a lavarse las manos, olvidando que, aunque sus manos no estén pintadas de sangre, su conciencia los acosa y los acusa, no hay un tal "estoy tranquilo".

La memoria y la historia, no absuelve a quienes promovieron, callaron o se beneficiaron de aquella orgía de muerte.

Pero lo más doloroso es que esta doctrina no solo se quedó en los cuarteles, o en las "clases" dictadas por José Miguel Narváez, exfuncionario del extinto DAS, fue filtrándose en el pensamiento común, inoculando la idea de que la muerte del otro era necesaria para preservar un orden. De allí nacieron prejuicios, silencios cómplices y una normalización de la violencia que aún hoy nos cuesta desarraigar.

En ese escenario, la juventud y los estudiantes han sido doblemente víctimas: estigmatizados como “enemigos del orden” y perseguidos por atreverse a pensar distinto, pero también convertidos en la —chispa del cambio social—. Cada vez que un joven levantaba un cartel en una marcha, cada vez que una estudiante cuestionaba el poder establecido, cada vez que un campesino exigía que lo que le correspondía por subsidios del Estado, no fuera a parar al bolsillo de los ricos terratenientes, se rompía un hilo de esa vieja narrativa que quiere reducir la política al miedo y la diferencia al delito.

Aunque los manuales ya no se nombren con el mismo énfasis, su sombra sigue presente: en los medios que estigmatizan, en los jueces que persiguen selectivamente, en los políticos que dividen al pueblo entre “buenos” y “malos”, en la indiferencia ciudadana frente a las masacres y asesinatos de líderes.
El enemigo interno sigue respirando en la mentalidad de quienes ven en todo inconforme con los hechos sucedidos en el pasado, un traidor, y en toda protesta una amenaza, aunque el gobierno lucha por cambiar la estigmatización, esta sigue marcando el rumbo de una Colombia herida, recordemos, el presidente Petro gobierna, pero, el poder sigue en manos de los mismos, los mismos son: los medios hegemónicos, las altas cortes, los grupos económicos y las élites responsables de que Colombia siga dividida entre los que son y los que no son, según ellos, y tal como lo propuso en algún momento la senadora Paloma Valencia para el departamento del Cauca ¿y quién dice que, ese pensamiento no sea el mismo, que preserva la senadora en caso de una "imaginaria" presidencia?

Colombia necesita un corte de raíz. El verdadero enemigo no es el campesino que exige tierra, ni el joven que se moviliza, ni el estudiante que reclama sus derechos, ni la mujer que exige dignidad.
El verdadero enemigo es la doctrina del odio que nos enseñó a matarnos entre hermanos, a sospechar del vecino y a justificar la injusticia.

La teoría del Enemigo Interno fue la que llevó a que José Miguel Narváez instigara contra Jaime Garzón, Jesús María Valle y otros defensores de Derechos Humanos para que fueran asesinados.

Romper con esa herencia es quizás la más urgente de nuestras tareas históricas. Y en esa tarea, —la juventud y los estudiantes— son faro: con su irreverencia, su inconformismo y su esperanza que encarnan la posibilidad de un país distinto. Ellos no cargan con las cadenas del miedo, cargan con la fuerza de imaginar un futuro en el que el enemigo interno sea, por fin, un recuerdo superado.

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